sábado, 15 de agosto de 2009

Marosa. Misales.



Misa de Pascua – Marosa Di Giorgio

del libro Misales (1993)

–Salió un perro zorro y vino al ruedo. Tenía el hocico largo;
trotó un poco y robó un huevo de los que estaban en la
ventana de regalo. Lo llevaba entre los dientes sin apretar.
–Volvió por otro y otro. Los llevaba y volvía en la hora oscura
del alba. Trabajando cautelosamente, con el hocico largo y
húmedo y humectante como un palo y como un falo. Se
llevaba así -adónde- los huevos de Pascua, que eran de
diversos colores. Blancos, de gallinas corrientes. Grises con
puntillo, muy finos, de los más; dentro, porque se quebró
uno, había gasas y una capa de crema. Y los huevos rojos de
siempre, los más elocuentes.
–El perro tuvo un enfrentamiento con una gallina, que se
asustó y quedó tiesa. Le decía mostrando las fauces hasta el
fondo,las muelas facetadas: Dame un huevo. La gallina abrió
un poco las piernas y echó uno que se partió en el piso.
Muerta de terror, casi convertida en efigie, pensó, diseñó,
con su mentalidad específica, otro, bello; se echó muerta de
espanto y lo dio. Era hermoso, blanco, con una almendra
hincada. Parecía una joya y un helado. El perro se acercó. La
gallina voló, quedó parada en el aire, volando sin volar,
siempre muerta de miedo. El perro probó el producto. Vio
que era óptimo, comió todo, la almendra y lo interior como
una pepita de yema. ¡Qué sabor! Su cara quedó dulce, se
relamía, cerró las fauces, mostraba sólo una parte de la boca
que sonreía como diciendo: Dame otro, de esto ¡que
hermosura! de esto no llevo, como yo.
–La gallina no estaba para más. Se echó a volar con su
corto vuelo, volando hacia atrás sin dejar de mirar a ese
zorro y can. Hasta que se paró en el boscaje, en una
magnolia qu ya estaba cargada de flores marmóreas, que
vendrían de muy lejos, de Bangladesh, acaso, de Lhasa, que
vendrían de Nínive. Las magnolias parecían pagodas,
mezquitas y, sin embargo, se asociaban a esa alba y esa
cristianía.
–El perro zorro trotó de nuevo. Robó de las ventanas los
hevos de Pascua.
–Entró en la casa y se echó. La ama lo miró, ya era
bastante. Estaba combinada con él. Le agradeció. Batió en la
olla imaginando el budín.
–Afuera, se iniciaba un tumulto, parecía una desgracia,
aunque alguien cantaba, parecía. Al asomarse vio gentes de
más allá, pero gentes conocidas. Cortaban leña. Gritaban que
iban a matar a un perro. Que lo iban a castrar, que sabían
cuál era. El perro se escondió. La dueña lo tapó.
–Pasó la señora Auristela; había abortado soltera, según se
contaba. ¿Cómo tan temprano? Si dormía hasta tarde esa
señorita.
–Vino una pequeña novia de la noche anterior. Vino otra
novia. Golpearon en el cristal.
–Miraban a la anciana, le hacían señas sobre sus vestidos
de tul, sus enaguas nevadas, sobre las que se traslucían
manchas punzó. Ella dijo: -¡Prosiga, señora Desirée!
¡Prosiga, señora Santa Elízabeth! Aquí no hay nada qué
hacer.
–Después, todo pareció alejarse. El alba quedó a oscuras.
Preparaba el budín, batiendo con las manos sarmentosas. La
alta figura encorvada, la boca ya hundida.
–Sin darse cuenta, casi, o al ver que en vez de aclarar,
oscurecía, se asomó para afirmar la puerta. Vio las telarañas
brillando con muchas medallas brillantes. Como cuando viene
tormenta. Las arañas ocultas bajo las hojas se iban
enseguida, a sólo una mirada, al centro de la red.
–En la puerta había crecido un alelí, color vino y con
muchos caireles. Estorbaba el paso y no se animaba a
quitarlo. En eso vio a alguien pegado a la pared. Con
expresión extraña. Era un joven fornido, de camisa abierta a
pesar del oscuro día, el pantalón apretado, la melena rubia
hasta el hombro sombreando los ojos celestes.
–Cuando iba a reforzar la puerta, el joven ya estaba dentro
y la tomó del hombro. Ella, aunque era grandota y de voz
espesa, dijo con expresión de niña: -Yo hago un budín.
–Él contestó: -No importa. No vengo a comer. Vengo por usted.
El perro con el que está combinada es suyo, robó los regalos
de huevos por la ventana. Pero tampoco me importa. Yo
vengo por usted.
–Y le hizo un gesto ambiguo y reconocible.
–Ella, de tanto terror, quedó como si no temiese. Explicó:
-Yo soy viejísima. Creo que noventa. Mis padres murieron
ayer. (Se equivocaba con el tiempo).
-Sin embargo, no hay caso. Traigo sólo esa propuesta.
-No tengo senos. Se marchitaron.
-Los haré revivir. Venga a la alcoba íntima.
–Ella echó una mirada al rojo budín que se seguía tejiendo
solo y ya daba un aroma a azúcar de rosas, durazno y anís.
Un perfume adecuado para lo que estaba por suceder.

–En un lampo ella recordó su casamiento, hiladas de años atrás.
Tenía apenas catorce, aunque por lo alta y fornida,
representaba treinta. Tenía un leve bigote y el alma trémula.
No conocía al novio, sólo unas palabras algunas veces. Sus
padres arreglaron el casorio. Y llegó la noche de aquel día, y quedó sola con el hombre, que era más bajo que ella, hecho con troncos.
Ella se puso la camisa propicia. Su madre le había dicho:
-Jamás te desnudes. Es pecado. Que no te vea los pechos.
No te vea nada.
–Ella no entendía.
–A él, también, la madre le dijo: -No cometa delitos en
ella. Es un pollito. Respete su camisa. Sólo hágale hijos. Que
conserve la inocencia.
–Cuando quedaron solos en el camastrón, y en una hora
confusa, había una vela cerca del ropero, que oscilaba y no
se apagaba.
–Ella se ofreció con el camisón no sabía a qué. Algo le
habían dicho otros niños. Pero, estaba equivocado.
–Mientras pensaba en esto, un animal la topó, se le vino
encima. La punzaron unos cuernos. ¿¿Cómo había entrado ese
animal??!! ¿Sería una pesadilla? Mas vio que era cierto.
–Gritó, llamando al marido.
–Y se dio cuenta de que eso el marido. Pues, le decía,
“Aquí, estoy, aquí”, arriba de su barriga.
–Ella no se animó más que a decir, recordando a la madre:
-Hágame los hijos. Y durmamos, después durmamos, señor.
–Al principio, lo quiso maniatar, sustraerse.
–Él se endemonió, le pegaba nombres raros, que, sin
embargo, funcionaban. Le hacía ocultas señas, casi adentro.
Y ella empezó a entender y a contestar. Ante la sorpresa de
él. Que le preguntó: -¿Usted es la señora Violina, la virgen?
- Sí, señor, que lo soy.
-¿Y cómo no grita?
-Y…
–En ese instante algo se rompió. Como un cartílago, un
elástico, un hueso de porcelana roja se abrió en dos.
–El marido se inundó, escuchó manar. Le dijo:
-Acabo de romperla, esposa. Ahora sí, ahora va a ver.
–Por un ratito se oyó un ruido. Que ella en su vida volvió a
oír.
En los días siguientes tiraron las camisas. Él no iba al coto
a trabajar. Casi no comían. Si no plantaban co comerían.
–Hervían unos maíces que les habían regalado para los
primeros días.
–Se mordisqueaban mucho, usaban a destajo dientes y
lenguas. Ella era grandota, mujer dura, con leve bigote, grave
dentadura. Llevaba la voz cantante. Cuando vinieron los padres a
espiar, hicieron, por orden de ella, como que no estaban.
–Al fin, él fue al coto a cortar la tierra, aunque siempre
mirando hacia atrás, dando dentelladas, como si aún de lejos,
la poseyera.
–Un día ella se le acercó; venía oscura y fuerte en el
viento. Le avisó que iba a parir. Se tendió en el maizal arriba
de un saco. Èl la ayudó.
–Le sacó de adentro dos formidables
conejos, por decir así, dos criaturas fornidas, velludas, más
grandes que ellos. Los llevaron a cuestas, les hicieron una
cuna en los huecos de la pared, les abrigaron.Llevaban uno
cada uno, y a veces, uno llevaba también a los dos.
–Ella les daba de mamar a la vista, sacando a luz dos
pezones de fiera, largos como dedos. También les daban de
comer huevos, de palomas y otros bichos, que él conseguía
identificando nidos.
–Los niños murieron al poco tiempo. Eran demasiado
grandes, como hechos a la apurada, entre otras cosas más
importantes y acuciantes, entre aquellos ungüentos.
–No volvieron a concebir, no lo querían.
–Aguardaban la noche o que se sombreara el día para
ponerse a… Él utilizaba otro verbo que ella no aprendió
a pronunciar.
–Los animales sin nombre de las casas son sensibles a
cosas así. A su modo les espiaban. Una noche cayó un
vampiro ancho y pesado del techo y se aplicó al muslo de
ella, estando en mitad de un coito deslumbrante y terrífico.
Ella tenía un liviano olor a sangre y a menta, ya que tomaba té
de eso para estar presta y no desmoronarse, después de
cenar.
–El murciélago chupó un poco, se quedó. Lo toleraron.
Era bueno que participara un animal. Lo habían deseado sin
que se les presentase claro. No sabía él por qué, pero la
trabajaba mejor al ver que otro estaba prendido en la piel de
ella, también.
–A la noche siguiente el vampiro volvió. Pero, él se enojó.
Entonces, lo mataron.
–Al día siguiente, él lo recogió de entre las botas, al pie de
la cama, y lo tiró por la ventana, diciéndole: Yo te voy a dar,
enano, coser mi mujer.
–Pero ella era lista o se había vuelto. Cuando él iba al
coto, ella ponía a hervir el maíz, asegurándose de que él ya
hasta mucho más tarde, no tornaría. Entonces, miraba hacia
arriba, entre las vigas, daba un silbo que la naturaleza le dio
como útil, y aguardaba en la pose adecuada.
–No siempre, pero alguno bajó, y se saciaron mucho.
–También cometió infidelidad -oh, terror- alguna vez, con
el vecino, el único, que dormía en la choza de al lado. Era
joven y ruin, arruinado.
–Fueron deslices en mitad del día, de noche, imposibles. El
ruin casi no hablaba. Tenía miedo y pasiones inconfesadas.
Los días eran raros, los de la infidelidad. Entre aquellos
árboles oscuros, cerca de la casa conyugal. Aquel hombre
menudo, desconocido. Le oprimía la cintura, hacía un
esfuerzo, porque era cortito, para besar en el trance, la boca
de ella, tan recia, tan llena de dientes picudos, sombríos, que
utilizaba como si él fuese su presa de un día. Y no hubo
muchos; el vecino dejó de apetecer a ella. Cuando ella
apareció, le echó un ramo de lirio con hojas y bulbos. Como
una despedida y cerró la puerta.
–En el organismo de ella quedó una nostalgia inmensa.
Estando enlazada a su marido, clamaba, “Algo falta”. Y
él, afligido y furioso, clamaba “¿El murciélago?”
–A los días siguientes, le propuso hacer bajar otro.
Ponérselo en un seno.
–Pero, no se efectuó. Los murciélagos parecían también
estar indiferentes.
–Una mañana oscura, él ya en el coto, pasó un familiar, por casualidad. De él. Lloviznó. Se pusieron a comer raíces. El pariente dijo:
-Tía, señora Violina, ¿cuándo va el tío al pueblo?
–Ella entendió, díjole: Va pasado mañana, a traer la compra.
-Bien, vendré, señora Violina, espéreme, no fallaré.
–Comió otro sorbo de maíces.
–Besó una oreja de ella, que era patente al lado del rodete,
parda y ovalada como una ostra.
–Ella contestó al beso diciendo: Hoy hay tiempo. El señor
viene mucho más tarde.
–Paró la lluvia.
–El sobrino dijo:
-Yo estuve en vuestro casamiento, señora
Violina, me encanté de usted. Me hubiera venido con
ustedes. Pero, era hoy el día, expresaba ya contenido lo suyo
en el formidable tazón de ella.
–Un día el marido murió.
–Ella, después de unos días, mandó quemar los murciélagos.
Después, viejísimos, mucho después, hacía poco, murieron
los padres. Ahora, ella ya tendría cuántos…noventa.

–No sabía cómo en un minuto había hecho su historia en
su mente, de nuevo. En voz alta sólo dijo: -Noventa.
–El joven, aguerrido, bellísimo, le dijo:-No importa. Usted
estaba sola y vengo por usted, vamos apréstese, y no
precisa, venga como está. Yo sé comprender.
–Ella murmuró: -El budín…
–Y miró a la cocina donde el budín se desparamaba,
goteaba, caía en un granate río de gemas.
–Él comentó: -Dejemos eso. Que se queme -porque corría
una llama. -¿Qué importa? Venga. Vamos. A la alcoba
íntima.
–Ella tiritaba, titilaba, le daba vergüenza. Quería erguirse y
no podía. Hacía tiempo que estaba agobiada. Hacía tiempo
que no hacía eso. Ni con un murciélago.
–Casi no abrió la boca porque no tenía dientes -se
alimentaba con budines blandos-; al pasar, se metió en un
ropero. Tuvo ganas de guardarse allí, aunque se asfixiara.
Pero, no había caso. Él golpeó en el ropero. Hacía
chist…chist…
–Le ordenaba: Venga. Ya estoy presto. Es nuestro
instante.
–Ella atinó a mudar su ropa interior, ahí, adentro del
ropero. A echarse “agua de olor”. En otro tiempo, ahora se
acordaba, hubiese saltado desnuda, mordiendo.
–Pero, así…
–Él la recibió con albricias. Estaban al pie de la cama. Un
humo creciente llegaba desde el budín. Ella dijo con una voz
extraña: Me muero de ganas.
–Y no se sabía si del budín o de él.
–El aroma a huevos de la cocina y un fuego como una
enredadera ya adornaban toda la casa.
–Él pareció más alto y más lejos. Sacó el sexo, desde el
pantalón ajustado, cuando ella no se dio cuenta. Lo vio ya
afuera. Un sexo robusto, afelpado, en cuya punta se formaba
algo, empezaba a salir una cosa, como con trabajo, como
una rosa y un jazmín del Cabo, una clara preciosa, que ella
quiso tocar y beber.
–El fuego que venía rodeado de humo, de cosas, casi
borroneaba a ella, encendida como un ascua, todavía al pie
de la cama, sin acostarse.
Anulaba a él, del que quedaban allá arriba sólo los ojos
celestes.
–Ella, antes de volverse nada, pelusa, oyó que él decía:
Mi nombre es Dios. No me reconociste.
–Y quedó allá lejos, como lo que era, una estrella fija.

FIN

–En el funeral se oyó la historia toda de la víctima, señora
Violina quemada.
–Todos sabían su historia desde siempre.
–Nunca se había casado, nunca tuvo relación alguna.
–Sus padres murieron viejísimos. Eran casi de su misma
edad.
–Siempre vivió con ellos.
–Ella casi no salía. Después, no salió más. Crió un perro
que robaba huevos.
–Una mata nació delante de su puerta y no la cortaba. A
veces, espiaba hacia afuera o hacía un budín.

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Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...