martes, 19 de enero de 2010

Sol artificial, según Sarlo

Acerca de “sol artificial” (Tomado de http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0365/articulo.php?art=14475&ed=0365 )

Leer sin referencias

Acaba de aparecer el primer libro de un tal J. P. Zooey, escritor joven argentino, evidente seudónimo con aroma a Salinger. Partiendo desde ese punto, la ensayista recorre un camino (“inestable y agradable”) en el que la figura del nombre propio –la firma del autor–es rastreada como parte de una estrategia literaria. Y luego, claro, está el texto. Otra narración que parodia saberes aprendidos en ámbitos universitarios, algunas con ecos cortazarianos, pero que juegan con formas diversas: varios cuentos retoman la estética del reportaje, con resultados muy logrados.


Por Beatriz Sarlo

Politica del nombre. El autor firma con seudónimo, sin que sepamos su rostro.
El seudónimo abre una situación inestable y atractiva. Ese es el caso de Sol artificial, publicado bajo el evidente seudónimo de J. P. Zooey.

El nombre del autor, a la cabeza de un libro nuevo, tranquiliza por lo menos una incógnita. Cuando un libro es firmado con seudónimo, el terreno incierto de “lo nuevo” se vuelve más incierto todavía. Por otra parte, el seudónimo desestabiliza los demás datos que el libro ofrezca, las noticias biográficas, por ejemplo. Quien ha elegido el seudónimo también puede haber inventado una “vida” y resumirla en algunas líneas falsas. Si se trata de un primer libro, hay más suspenso, porque ese autor (salvo que sea precedido por una campaña publicitaria, diseñada por la editorial o impulsada por bloggers) no tiene una obra anterior dentro de la cual ubicarlo. Pero, en este caso, tampoco se puede estar seguro de que se trate de un primer libro, porque puede ser una estrategia literaria de alguien que ya ha publicado antes y que precisamente desea desconcertar y disfrutar ese momento de notoriedad negativa que implica el escondite.

En el caso de Sol artificial, la página del copyright proporciona una dirección postal que repite el seudónimo: j.p.zooey@gmail.com. Aparte de la velocidad con la que pueden adquirirse y borrarse identidades digitales, sería ingenuo pensar que un mensaje dirigido a esa casilla confirmaría o refutaría lo que el autor resolvió dejar indeterminado al elegir un seudónimo. ¿Qué significan las iniciales “j.p”? ¿Juan Perón, Jean-Paul Sartre o cualquiera otra cosa, persona, acontecimiento? ¿La “j” remite a la primera inicial del nombre de dos grandes de la literatura argentina: Borges, Saer; o a la “gloriosa JP” que justamente había llegado a la cima de su gloria el año 1973, en el que el autor supuestamente ha nacido? Las preguntas podrían multiplicarse como si siguieran el listado de una guía telefónica.

El lector de Sol artificial supondrá que a ese autor le gusta Salinger, quien escribió Franny y Zooey, una novela tan disparatada como (casi) experimental. Zooey, el penúltimo de una familia de varios hermanos que circulan de uno a otro relato, es actor, zen, hermoso, original y más neoyorquino que un domingo de primavera en Central Park. Llamarse Zooey es, en literatura, como elegir Alain Delon en cine.

Un intento de acercamiento al autor podría recorrer el camino de los epígrafes. El único epígrafe firmado con el nombre de un escritor efectivamente existente es atribuido a Lucas Soares, que tiene casi exactamente la edad que Zooey dice tener en la solapa de Sol artificial. Soares es doctor en filosofía y ha publicado dos libros en Paradiso, la misma editorial que presenta el libro de Zooey. Los otros epígrafes son de Morelli, el escritor que Cortázar inventa en Rayuela, y de “Hernán Lucas”, nombres que, por separado, reciben la dedicatoria de Sol artificial. Suficiente. Mañana, algún blog revelará que Zooey es Lucas Soares, Oliverio Coelho, o quien sea. No vale la pena continuar la pesquisa.

Sol artificial es un libro muy breve, compuesto por doce textos de géneros diferentes: una carta; entrevistas; ensayos de tipo universitario, más precisamente de esos llamados papers que florecen en la veredas de Caballito, cerca de la Facultad de Filosofía y Letras; piezas humorísticas cuyo lejano antecedente está en Historias de cronopios y de famas; relatos. Su agrupamiento en el volumen responde primero a la deliberación del autor: años atrás se autoenvió por correo escritos suyos para recordar “un par de cosas que la universidad me haría olvidar”; esos textos son parte de Sol artificial, junto a otros producidos “ahora” (designe ese adverbio la temporalidad que se quiera).

En segundo lugar, su reunión en el libro tiene que ver con un paisaje y un clima que yo llamaría de anticipación pesimista: “¿Podrás escuchar el melancólico grito de un Giga a punto de caer desde la cabeza de un alfiler?... ¿Tendrás ojos que soporten la presencia de Dios en la lluvia de la televisión?” Nadie puede soportar esos sonidos ni esas imágenes, que transcurren en un planeta donde Zooey también escucha los ecos de una biología arcaica en el canto de las ballenas, aludiendo con esa sencilla mención al relieve carcomido de un planeta que ha digerido su propia vida, tema clásico de la distopía.

Varios textos adoptan la forma reportaje. El último, Como un sol artificial, entreteje un asesinato en Auschwitz, donde asesino y muerto ocupan lugares cruzados porque es una judía quien ha liquidado al jefe nazi, y una hipótesis metafísica sobre el ser de Dios como lluvia de televisión (atención: Dios no es imagen sino dilución de la imagen, falta). El primer reportaje es una entrevista a Umberto Matteo que, retrocediendo en el tiempo, ha llegado a 2007 desde veinte años después, una época en que los humanos ya no son producidos por la cópula sino por programas de “recombinación genética”, que les adjudica un capital de nacimiento; si no responden a las exigencias de la sociedad futura, lo van perdiendo hasta convertirse en miserables desechos a los que se les debitan genes a medida que se prueba su disfuncionalidad social. El defecto de Umberto Matteo fue el de no acumular contactos a través de las “tecnologías afectivas” que las computadoras ponen al alcance de todo el mundo. No hizo nada y perdió. A Zooey el mundo de Facebook y Twitter le parece concentracionario y siniestro. Como la buena ciencia ficción traza la hipérbole de las tendencias del presente y, al exagerarlas, las ilumina como cárceles simbólicas.

En una tercera entrevista habla el técnico que ha descubierto un campo de concentración dentro de una computadora que captura archivos, los duplica con el mismo nombre (todos sabemos que las leyes del sistema lo impiden) y encierra los “originales”, es decir los archivos de donde se tomó la copia; éstos, desesperados, generan “queso azul”, repugnante materia orgánica excretada por elementos inorgánicos.

Estos tres reportajes son lo mejor del libro, entre otras razones porque sus hipótesis no se exponen recurriendo a lo que ya parece ser una marca de fábrica de la literatura de estos años: la parodia de jerga universitaria, que resulta divertida durante algunos párrafos y luego queda más bien como testimonio de lo que se divirtió el autor escribiéndola. Los reportajes, en cambio, se hunden no en la tradición de las monografías académicas sino en los paisajes de docufiction. En ese sentido, son más dislocados y más perturbadores que los entretenimientos teóricos que llevan títulos tan obvios como “Histeria y capitalismo afectivo”, tributo que el subtítulo del Antiedipo de Deleuze y Guattari acaba de encontrar en las barriadas universitarias de Buenos Aires.

Zooey no nos dice cuáles son los textos que escribió antes de pasar por el gulag de la universidad. Todos los que se incluyen en este libro, excepto las reminiscencias cortazarianas, parecen haber rendido con éxito sus exámenes parciales y, también, haber encontrado la fuerza, allí mismo, para emanciparse.

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