viernes, 26 de febrero de 2010

Casa de Ottro, de Marcelo Cohen


Tomado de http://inrockslibros.wordpress.com/2010/01/22/marcelo-cohen-casa-de-ottro/

Desde hace alrededor de una década, la obra de Marcelo Cohen parece haberse corrido progresivamente de eje: de lo secuencial, de historias en las que a pesar de su característica complejidad era posible reconocer una evolución, una serie de movimientos que solían impulsar a sus personajes hacia un determinado destino o fatalidad, a lo circular, es decir tramas en las que por supuesto hay sucesos insoslayables y por supuesto hay una mirada hacia atrás cargada de significados, pero que sin embargo es como si se dejaran llevar, como si una marea las arrastrara y sólo les permitiera llegar hasta cierto punto, como un estribillo incansable o un mantra. Se trata de aproximaciones, más bien; modos obsesivos de acercarse a un centro, de rodearlo, de intuir hasta dónde se puede llegar y padecer sus límites, o su misterio irresoluble. Una escritura concéntrica, entonces, circular, acaso más frágil y, por tanto, más intensa: un salto de lo diacrónico a lo sincrónico. Esa metamorfosis elige hacer a un lado lo temporal con todos los riesgos que ello implica (respecto de poner a prueba la resistencia del lector, en el fondo siempre perezoso), para desplazarse en las arenas movedizas del espacio.

Podríamos decir, parafraseando a Wittgenstein, que sólo puede ser feliz quien logre vivir fuera del tiempo, en el filo del presente. Esa búsqueda, que en realidad no tiene principio ni fin sino que consiste en saber abandonarse, está detrás de todos los textos de Cohen de la última década, de Los acuáticos a esta parte. De aquellos relatos en adelante, sus protagonistas se mueven con pies de plomo entre los límites de un universo vastísimo, sí, que los contiene pero también los enferma, los relativiza, los deconstruye; la aventura ha pasado a ser casi un acto de resistencia. Del eje-tiempo al eje-espacio: como si luego de haber recuperado el suyo, el espacio propio, es decir luego de retornar a la Argentina después de veinte años, se le hubiesen impuesto a Cohen otras necesidades, una relación diferente con sus modos de contar historias, todavía más profunda y abrasiva. Una literatura que con frecuencia se muestra como un trabajo de reconocimiento, suerte de cartografía esbozada a partir de lo sensitivo, de los temores, las fijaciones y también los deseos que habitan su mundo.

Pero si no hay progresión o, para ser más precisos, si la historia no se despliega en esencia a caballo de un eje temporal, lo que se da entonces es algo así como un repliegue, un desarrollo en espirales que lleva, siempre, a la implosión. Y es allí donde entra a jugar un factor esencial de toda su obra, que lo sitúa en el centro de la literatura argentina de las últimas décadas porque nadie, al menos desde que ha muerto Juan José Saer, puede rivalizar con él en ese terreno: la relación privilegiada que mantiene con el lenguaje, una lucha cuerpo a cuerpo que se da en el plano semántico pero también en lo rítmico, en el entramado entre un párrafo y otro, en la cadencia de las palabras y de las frases. No estamos hablando de lo bello, simplemente, ni de lo raro, ni tampoco de su debilidad por las minucias –como él mismo ha reconocido alguna vez–, sino de una tensión, un ejercicio asfixiante, a fin de cuentas de una declaración de principios: es preciso apoderarse del lenguaje, reinventarlo, vencer nuestro automatismo perceptivo para evitar que las palabras se mueran, y con ellas nuestra capacidad de observar, de juzgar y de actuar con libertad.

Esa dimensión claramente política no es nueva en Cohen; sólo que ha tomado nuevos bríos, como si él mismo hubiese terminado de convencerse de que ésa es su arma, o más allá, que acaso sea ésa su única posibilidad –o la mejor– de intervenir, de hacer su parte. Es que en este caso el qué y el cómo resultan inseparables; y uno se pregunta una vez más, con un dejo de culpa, silbando bajito, si la literatura puede modificar algo. Si como señaló alguna vez Miguel Vitagliano “se escribe para inventar posibilidades futuras”, Cohen fantasea o murmura esas posibilidades en un mundo que es otro pero que, sin duda, se parece demasiado a este que conocemos. No tanto el futuro, la perspectiva que en alguna medida todo lo redime, ni la alegoría que aligera la anécdota o la reduce a poco más que un enunciado; una dimensión paralela, en verdad, que es como una sombra, que permite observar la realidad –nuestra realidad– haciéndonos los distraídos hasta que se nos impone por su propio peso.

En lo que concierne a lo estrictamente argumental, su nueva novela es cristalina: Fronda Pátegher, una mujer que se ha movido a sus anchas en los recovecos del poder, se muda por un tiempo a la casa de quien fuera su jefe y mentor y suegro, el ex-Regente de la isla Ushoda Collados Ottro –nuevo desembarco en el territorio paradójicamente opresivo del Delta Panorámico–, para revisar, clasificar y darle destino a todo lo que allí se encuentra. Pero esa mansión, en la que Fronda ha pasado innumerables veladas y jornadas de trabajo, se torna desde un comienzo un paisaje abrumador, un imposible, a partir de sus infinitos recovecos y enigmas, y de las interminables posesiones de Ottro entre las que se encuentra, como la promesa de una revelación, “su bien más preciado”. Mientras hace lo que puede para soportar el peso de su herencia, de su mandato, Fronda revisa los términos en que se ha desarrollado su vida pero, sobre todo, repasa la carrera política de Ottro, es decir el camino que en buena medida supieron hacer juntos. Aunque a cada momento le reprocha –y se reprocha– la perversión eufemística de su discurso, hay una brecha que se abre y en la que se cuela lo político como posibilidad, como horizonte, como práctica efusiva y noble. Y es en esa dualidad en la que Ottro, y Fronda misma, no logran hacer pie; y sin embargo algo queda.

Claro que para Cohen la novela es, siguiendo las tablas de la ley faulkneriana –una filiación que suele ser pasada por alto extrañamente cuando se considera su obra–, “un problema a resolver”. En ese sentido, es notorio –y notable– cómo prefiere huir de la superficie de la trama para trabajar en sus intersticios, cómo a medida que avanza las pocas certezas que uno cree que tenía se evaporan, o se reagrupan en un sistema mucho más complejo y activo en el que los hechos son, apenas, una guía de viaje. Como también el mismo Cohen ha precisado en un par de ocasiones, el germen de Casa de Ottro surgió de la efervescencia política de estos años, de la doble interrogación acerca del rol –o la utopía– del político y el rol del escritor: en qué medida el primero puede ser diferente, y hasta dónde tiene sentido que el segundo lo sea. En última instancia, como reza en el muro de una famosa librería porteña, siempre estarán los libros, pase lo que pase. Y entre ellos, esta indiscutible obra maestra.

José María Brindisi

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