domingo, 7 de marzo de 2010

Juan Terranova o de cómo era ser punk en los años ’90

Jueves, 19 de junio de 2008

Juan Terranova o de cómo era ser punk en los años ’90


“No creo en impulsar la rebeldía”


En su novela Mi nombre es Rufus, el autor se ocupa de un ex guitarrista que recuerda los orígenes de su grupo de rock en una época marcada por las crestas y los borceguíes. “Nunca tuve una banda punk –dice–, y tal vez por eso escribí la novela.”


Por Silvina Friera

Juan Terranova estructura su novela punk en capítulos brevísimos y numerados.

Dos gatas merodean por el living de la casa de Juan Terranova. Después de olfatear y asegurarse de que las visitas no son una amenaza, pronto se entregarán a esa ceremonia tan felina de lamerse de punta a punta cada zona de su cuerpo hasta que, limpitas, se echan a dormir la siesta. El macho no aparece; se lleva muy mal con esas damiselas que, aunque parecen tan dóciles, lo han obligado a exiliarse en el segundo piso. Cosas de gatos, sin duda lo más punk del reino animal. En esa amplia y silenciosa casa de Parque Centenario hay muchos libros y cuadros, una guitarra criolla y un contrabajo cuyas cuerdas Terranova pulsará al final de la entrevista con Página/12. El escritor acaba de publicar Mi nombre es Rufus (Interzona) en la que un narrador de 38 años, ex guitarrista de una banda de punk en los noventa, recuerda cómo se fue conformando Birmania cuando “había mucho punk en la calle”, crestas y borceguíes, y los jóvenes de entonces hacían un culto del Parque Rivadavia, donde compraban y vendían discos y sentían que integraban una pequeña comunidad.

“Nunca tuve una banda de punk, quizá por eso escribí la novela. Tengo una formación musical bastante buena, siempre pulsando cuerdas. Hace poco una amiga me mandó un mail en el que me decía que cuando me conoció sólo escuchaba jazz, música clásica y era un esnob, y que ahora recuperaba mi pasado con esta novela. Y sí, quizá hubo algo de eso”, admite el escritor. Estructurada a través de capítulos brevísimos y numerados que se leen de un tirón, por esta novela generacional desfila una banda sonora que incluye a Sex Pistols, The Clash, Sumo, Todos Tus Muertos, Attaque 77, Nirvana y Morphine, entre otros. “Nunca creí en la rebeldía como algo a impulsar, como una actitud modélica”, dice el guitarrista de Birmania, banda que nunca compró la estética lumpen, integrada por El Mono en batería, El Kike en bajos y el Javi en voz; un cantante que citaba a Baudelaire, hablaba de cubismo, de surrealismo y de Rimbaud, del artista como vidente y de la necesidad de trascender; un ser autodestructivo, “pero no un reventado”. El narrador no repasa con nostalgia ni con melancolía ese pasado. Más bien impera un tono burlón, irónico, como si mirara de reojo y con cierta desconfianza la época que le tocó vivir. “Anthony Burgess dijo que la pobreza, en el sentido tercermundista, era algo que los punks ingleses no habían conocido nunca. ¿Cómo resuena esa afirmación en la Argentina o, con más precisión, en el conurbano bonaerense de los ’90?”, se pregunta el narrador.

Los recuerdos se despliegan al ritmo del punk: el primer casete que compró (Castigando un caballo muerto, una recopilación de los Sex Pistols), los primeros recitales –su bautismo fue con Sumo–, los ensayos (“músicos anónimos, ensayando en los sótanos del mundo, yo los saludo”, dice al recordar esos años, como si parafraseara el Manifiesto Comunista), el primer recital de la banda en un bar de Boedo, donde vendían un trago que se llama Heavy Metal, que se hacía mezclando Seven Up con vino blanco; el primer disco, Mi nombre es Rufus, que le genera una sensación de frescura, aunque lo siente “un poco apurado, demasiado joven”. Hubo dos discos más (Boxeadores judíos en las noches en Madrid-En vivo desde el Abasto y Birmania II), giras por las provincias y más recitales hasta que el cansancio menoscabó el espíritu del grupo. “No es lo mismo hacer música a los dieciocho que a los veintisiete”, dice el narrador, convencido de que “lo que te liquida, el gran reformatorio de la vida, es el tiempo”. Ni siquiera hubo una Yoko Ono para echarle la culpa por la disolución del grupo. “No terminamos mal. No terminamos muertos de sobredosis o con pastillas en un baño sucio. Con un tiro en la cabeza. Asesinados por un fan. Ahogados en nuestro propio vómito. Aplastados por un camión. En un hospital grasiento, consumidos por el sida. O peor, reciclados como estrellas de cabotaje. Puede ser que no tenga mística, pero lo prefiero así.”

–¿Qué vínculos encuentra entre el punk y la forma de hacer literatura de su generación?

–Hay una ética, una estética y una política del rock que me interesan; me interesa mucho más la ética del punk con todos sus equívocos, sus miserias y sus aciertos que la ética del jazz. La ética del rock me resulta más afín. A la literatura argentina contemporánea le falta mucho rock. No es que no haya, porque lo hay; mi generación lo asimiló bien, no agarró los detalles más decorativos sino que depuró una ética: las lecturas, la autogestión, hacerlo vos mismo, pelearla más. En la década del ’90 era todo tan agresivo que te ibas endureciendo. En mi generación hay una ética más ligada al rock, a lo grupal, a cuestionar ciertas imposturas y a no digerir las cosas tan rápido. Yo me formé en la Facultad de Filosofía y Letras, pero también en el Parque Rivadavia, que ahora es el mundo del CD pirata, lo cual es fantástico, y que antes era el de los cassettes, vinilos y libros viejos. Mi generación abraza el rock porque el peronismo perdió su potencial subversivo. Entonces íbamos a los recitales. El peronismo no aparecía por ningún lado, había perdido su capacidad de producir una verdad o producía verdades que eran completamente nefastas o impenetrables. Abrazábamos el rock con mucha fuerza porque era una comunidad que te daba pertenencia y enseguida te entendías con un montón de gente.

–El padre del narrador es un peronista que vuelve a votar a Menem en el ’95, que se traga sapos, como se tragaron muchos peronistas.

–Y sí, lo vuelve a votar a Menem y se deprime. Un amigo me contó que un día llegó tarde a su casa y al otro día Menem había ganado las elecciones. El padre le dijo: “Volvimos”. El padre del narrador es un peronista que ni siquiera es un gran militante, pero que sabe que la verdad de la Argentina pasa por cómo se componen las fuerzas del peronismo, que vota a Menem porque es la opción, y después lo vuelve a votar y entra en un pozo depresivo. Como personaje secundario es genial, me encantó descubrir que el hijo de un peronista frustrado con el menemismo tiene un grupo de rock. La música punk nació visceralmente violenta y altamente conceptual, y me interesa cómo se unen la violencia conceptual o la conceptualización de la violencia. Hay un ida y vuelta entre el concepto y la violencia, aunque parecería que se excluyen, porque el arte conceptual sería completamente racional, muy refinado, y la violencia estaría de parte de artes más instantáneas y desprolijas.

–Al narrador le molesta la palabra rebeldía. ¿Había en los ’90 una rebeldía un poco ingenua y torpe que consistía en repetir consignas? ¿Lo vivió de esa manera o surgió como reflexión durante la escritura de la novela?

–Yo me emborraché groseramente e hice cosas muy malas en mi vida, aunque ahora estoy casado, tengo una hija, gatos y estoy aburguesado, pero sigo haciendo cosas malas en algún punto. El personaje toma distancia y después le pasa lo que me pasó a mí: no deja de hacer música, no deja de crear. Pero bueno, la vida te lleva a la autodestrucción o al asimilamiento. La rebeldía me interesa mucho, qué entendemos por rebeldía, qué es ser rebelde.

–¿Qué era ser rebelde en los ’90?

–¿Y contra qué te ibas a rebelar?

–Contra el menemismo, por ejemplo.

–Sí, pero todo el mundo le daba al menemismo. Por un lado se lo votaba y por el otro se le daba. El menemismo creó esta lógica totalmente contradictoria que estamos viviendo ahora. Como dice Marx, a veces las clases se mueven en contra de sus propios intereses de clase. Los ’90 instauran una lógica en la que no sé qué era ser rebelde, pero el eje no pasa por ahí. El eje tiene que ver el fin de la historia. En los ’90 se acabaron las vanguardias, se acabó la historia; es el fin de los grandes relatos, no pasa nada más. Ese era el discurso: Fukuyama para principiantes, avanzados y profesionales. No sé si ser rebelde, pero resguardar la individualidad era darte cuenta de que no todo estaba dicho, que el tiempo seguía su curso, se seguía haciendo música, una excelente música, seguíamos teniendo mártires, como Kurt Cobain, seguían pasando un montón de cosas y había un montón de cosas que decir. Fue jodido tener padres maoístas en la universidad, maoístas desencantados, quebrados, aburridos, que habían vuelto en los ’80 con la socialdemocracia, que decían que había que aprovechar las mieses del capitalismo y que nos impusieron los derechos humanos como una responsabilidad nuestra. ¿Yo tengo que salir a velar los muertos de otra generación? ¿Por qué? El tema de los desaparecidos nos tocaba de una manera, pero ellos nos imponían el tema de un modo completamente artificial. Rebeldía en los ’90 era decir eso; ibas a la facultad y era un quilombo, había un montón de consignas que no te interpelaban de ninguna manera, y el progresismo le hacía el juego al menemismo. Había un mandato muy fuerte de hacerse cargo de una parte de la historia que nosotros no habíamos vivido. El rock visceral aparecía como un lugar donde uno podía crear otros lazos de pertenencia.

“Internet es punk”, dice el narrador hacia el final de la novela, y Terranova, un fanático confeso de la web y de los blogs, coincide con su criatura de ficción. “En la web encontrás un montón de cosas que ponen a prueba tu capacidad de lectura o de escucha. No estoy de acuerdo con que el mundo digital tenga una cuota de aislación, que estás en tu casa y no te ves con nadie. Es mentira: si te querés encontrar, te encontrás con todo el mundo”, señala el escritor. Como joven que vivió en los ’90, quizá el narrador de la novela y Terranova compartan el mismo sentimiento: “Lentamente me transformo en un sobreviviente del rock. Hay muchos. Ni el punk es tan letal, ni los músicos que lo hicieron tan frágiles”. El escritor abraza el contrabajo, como alguna vez abrazó el punk, el rock, y pulsa las cuerdas. Hay música en el silencio de la tarde.



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