viernes, 25 de junio de 2010

Las genealogías de Margo Glantz

:: El libro en la pizarra ::
Las genealogías de Margo Glantz
25-06-2010 | Margo Glantz, Prólogos

El prólogo de Margo Glantz a Las genealogías (Ed. Bajo la luna). Dice Esperanza López Parada en Babelia: «A la manera de un palimpsesto de la carne, de una autobiografía de los otros, Margo Glantz rastrea las huellas borradas de los que ya no están y restaura olvidos significativos para seguir el hilo de aquello que éramos antes de empezar a ser.»

Por Margo Glantz.

las genealogíasTodos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogías. Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad. Mis padres nacieron en una Ucrania judía, muy diferente a la de ahora y mucho más diferente aún del México en que nací, este México, Distrito Federal, donde tuve la suerte de ver la vida entre los gritos de los marchantes de La Merced, esos marchantes a quienes mi madre miraba asombrada, vestida totalmente de blanco.

A mí no puede acusárseme, como a Isaac Bábel, de preciosismo o de biblismo, pues a diferencia de él (y de mi padre) no estudié ni el hebreo ni la Biblia ni el Talmud (porque no nací en Rusia y porque no soy varón) y sin embargo muchas veces me confundo pensando como Jeremías y evitando como Jonás los gritos de la ballena. Como Juana de Arco oigo voces pero ni soy doncella ni quiero morir en la hoguera aunque me sienta atraída por ese colorido chillón (y bello) que Shklóvski le reprochaba a Bábel cuando aún no eran viejos y que ahora recuerda con nostalgia que sí lo es (Shklóvski, porque Bábel murió en un campo de concentración en Siberia el 14 de marzo de 1941).

Quizá lo que más me atraiga de mi pasado y de mi presente judío sea la conciencia de los colorines, de lo abigarrado, de lo grotesco, esa conciencia que hace de los judíos verdaderos gente menor con un sentido del humor mayor, por su crueldad simple, su desventurada ternura y hasta por su ocasional sinvergonzonería. Me atraen esas viejas fotografías de un abonero lituano, con su barba puntiaguda (propicia a las persecuciones) y su abrigo desmesurado, mirando desde la cámara con una sonrisa “borracha y rolliza”, mientras ofrece baratijas; al lado aparece, solemne pero desaliñado, el vendedor de ropas de muerto, chacal de los corrales, porque sabe olisquear la muerte próxima de quien habrá de venderle el traje. También me atraen esos niños de jeider (escuela judía) que van acompañando a un abuelo, el niño sin zapatos y el abuelo con la mirada gastada y la barba blanca, pero no les pertenezco, apenas desde una parte aletargada de mí misma, la que me toca de cercanía con mi padre, niñito campesino, benjamín de una familia de emigrantes, cuya hermana mayor, Rójl, desapareció de la casa desde chica, quizá en Besarabia (tal vez en otra parte, ¡qué importa a estas alturas!) y cuyos hermanos empezaron a emigrar hacia los Estados Unidos después de los pogromos de 1905.

Si veo a un zapatero de Varsovia o a un sastre de Wolonin, a un portador de agua o a un barquero del Dniéper, me parece que son hermanos de mi padre, aunque sus hermanos se volvieron prósperos comerciantes en Filadelfia y cambiaron el gorrito y la barba por las ropas de los grandes almacenes, probablemente Macy’s. Si veo a varios niños de Lublin que apenas alcanzan una mesa y se sientan, azorados, siempre con sus cachuchas, frente a unos viejos libros, mientras el melamed (profesor) les señala con un marcador los caracteres hebreos, me parece también que miro a mi padre terminando las labores del campo, con los zapatos enlodados (del otro lado sus hermanos llevan zapatos Andrew Geller), sin poder jugar porque ha de aprender los mandamientos, el Levítico, y el Talmud y las ordenanzas de esas fiestas y celebraciones que me son, muchas veces, ajenas.

No tengo una infancia religiosa. Mi madre no separaba los platos y las ollas, no hacía una tajante división entre los recipientes que podían albergar carne y aquellos que se llenaban con los productos de la leche. Mi madre nunca usó, como mi abuela, esa peluca que ocultaba su pelo porque sólo el marido puede ver el pelo de su mujer legítima, y eso que mi abuela Sheine fue la segunda mujer de mi abuelo (la primera murió, ¿de parto?, no se sabe, nadie lo recuerda) y su hija Rójl, la que emigró hacia el corazón inmenso de la Rusia Blanca, fue hija del primer matrimonio.

En cambio, conocí los bellos jales que se ofrecían en una panadería con letras hebreas orgullosas de una mercancía trenzada que se ha agregado a nuestros panes porque un tío mío las introdujo a esta ciudad antes que su ayudante, el señor Filler, las comercializara en los supermercados. Tampoco he visto llegar a mi madre a esa misma panadería (a cualquiera de la que tenían mis dos tíos) llevando su olla de tcholnt, guisado de tripas, carne, papas y frijoles, y guardarla en el horno el viernes antes de que anocheciera para que conservase el calor, el sábado a mediodía, y comer caliente la comida principal sin faltar al respeto al sabbath, pero sí recuerdo a mi tío Mendel rezar junto a la ventana con sus tales y su yamelke pero sin patillas, y moverse al son de sus oraciones como sacudido por la risa; o más bien era yo quien se sacude de risa en esa hora larga anterior a que pasemos a la mesa, igual que ahora se sacuden de la risa mis dos hijas, mientras alguna gente de la familia canta las oraciones anteriores a la Pascua o las que santifican el viernes…

Yo sí me he metido en los hornos. En la calle de Uruguay, siempre por esas calles de nombres lagunilleros y conosureños, como premonición, y nostalgia de las posibilidades múltiples que tuvimos de emigrar a tierras desconocidas. Mi tío Guidale nos permitía entrar en el horno tibio del sábado, de donde salían esas galletitas de alma de membrillo mordisqueadas eternamente, porque mi tío sabía que mis dientes eran tiernos como los de los ratones que regalan dinero a cambio de los dientes de los niños buenos. Esas galletitas solían alternarse con unas rosquillas muy bien trenzadas de chocolate, contrastaban por su dureza con la blanda consistencia de la jalea enmarcada por una pasta inolvidable. Siempre soñé con tener una panadería y despachar panes y cada vez que le entregara a un cliente su bolsa repleta de maravillas, comer, entre miradas de soslayo, algunas de las galletitas que se desplegaban en las vitrinas, cuidadosamente arregladas para deleitar a los clientes goim o judíos. Al lado está y sigue estando El Danubio, pero entonces no me gustaban los mariscos.

Mi madre cuenta para remachar este hilo la escena final de la muerte del hermano de mi papá, del tío Albert, quien en Filadelfia murió de cáncer dejando como único testamento un papel donde aseguraba que el cáncer no es hereditario.

Veo, también, desde lejos, con las venas y las vísceras alebrestadas, una imagen de mi tío Guidale llorando a su mujer, mi tía Jane, hermana de papá, tirada sobre el suelo, envuelta en una sábana muy delgada, muerta después de un cáncer muy largo, y su llanto y sus palabras son hermosas, como fueron también mis escapadas con un novio con el que andaba justo cuando estaba agonizante mi tía Mira, enferma de cáncer en el hígado, cadavérica y amarillenta como los judíos de cualquier campo de concentración, y a la que casi no fui a visitar antes de que se muriera porque prefería irme de pinta con el goi.

Yo tengo en mi casa algunas cosas judías, heredadas, un shofar, trompeta de cuerno de carnero, casi mítica, para anunciar con estridencia las murallas caídas, un candelabro de nueve velas que se utiliza cuando se conmemora otra caída de murallas durante la rebelión de los macabeos, que ya otro goi (como yo) cantara en México (José Emilio Pacheco). También tengo un candelabro antiguo, de Jerusalén, que mi madre me prestó y aquí se ha quedado, pero el candelabro aparece al lado de algunos santos populares, unas réplicas de ídolos prehispánicos (el que me las vendió dice que son auténticos, pero Luis Prieto los ve, se moja los dedos en saliva, los tienta y dice que no), unos retablos, unos exvotos, monstruos de Michoacán, entre los que se cuenta una pasión de Cristo con sus diablos. Por ellos, y porque pongo árbol de Navidad, me dice mi cuñado Abel que no parezco judía, porque los judíos les tienen, como nuestros primos hermanos los árabes, horror a las imágenes.

Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías.


Tomado del blog de Eterna cadencia.

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