martes, 7 de diciembre de 2010

LA BICICLETA


LA BICICLETA


Paula Irupé Salmoiraghi




La bicicleta no estaba. Ni en el fondo ni en la entrada. ¿Dónde la habría dejado? ¿Ella la había usado por última vez? ¿O se la había prestado a alguien? ¿La había usado ayer? ¿Esta mañana? ¿Hace dos días? ¿La semana pasada? ¿El año pasado? ¿Hace veinte años? Estaba casi segura de haberla entrado, de haberla apoyado contra esa pared. O quizás no. Esa pared que recordaba, la de ladrillos descascarados, ¿era de esta casa o de la otra? Ahora vivía en esta casa de Floresta, hermosa, como siempre había querido, una casa de barrio, junto a las vías, con jardín al frente y terraza. Pero se acordaba de su casa en San Miguel. También era linda, más terreno, más árboles, más gatos, el jacarandá en la vereda. ¿O eso era en la casa de sus padres? No. Cuando era chica el jacarandá estaba en el jardín. Ahora no había jacarandá cerca, aunque ella sabía irse por la diagonal hasta encontrar una cuadra donde había tres. Ni bicicleta. ¿Se la habría llevado Julián? Ese chico era un despistado, nunca le avisaba nada y después, cuando ella le reprochaba, le decía: Uu, má, no me di cuenta.
Ahora le estaba diciendo algo por teléfono, Julián, su hijo mayor. ¿Por qué la llamaba por teléfono? Que viene para acá, dice. ¿Por qué no estaría en su cuarto hoy domingo? ¿Por qué tampoco están sus otros hijos? Le dijeron que no los llamara a gritos, que los vecinos se asustaban, que la iban a tratar de loca. Pero a ella no le importaba, si no la escuchaban les iba a gritar todo lo que quisiera, que se despertaran de una vez, que le ayudaran a buscar la bendita bicicleta.
Por fin aparecían los tres. ¿Y quiénes eran todos esos gurisitos que le daban vueltas alrededor? Abuela. Ah, ya recordaba. Abuela. Qué bonitos eran. Ninguno sabía dónde estaba su bicicleta pero para que ella no llorara le prestaban sus muñecas y sus autitos. Uno decía que le podía prestar su bici con rueditas pero que tenía miedo de que ella se lastimara. Mocoso insolente. Que se lastimara. Justo ella. Como si no supiera andar en bici. Como si no hubiera ido y venido mil veces con panza de ocho meses, con un chico en el manubrio y otro en el asientito, bajo la lluvia o en invierno, de vacaciones en Mar Azul o trabajando en José C. Paz.
Magdalena le decía que no contara mentiras. Mentiras. No eran mentiras. Quizás ella confundiera un poco las cosas, o las exagerara, o mezclara lo que le había pasado a ella misma con lo había vivido otra gente, pero no eran mentiras y a sus nietos les gustaban mucho.
¿Cómo que ya está la comida? ¿Y quién hizo las ensaladas? Ah, el que sirve el asado es Rafael. Pero hay otras mujeres que ponen la mesa. ¿Cómo saben ellas dónde están todas las cosas en su casa? Si hasta a ella misma le cuesta a veces recordar dónde dejó la sal, o el repasador, o se encuentra a sí misma haciendo gestos que son de otra cocina, de otro baño, de otro dormitorio, de otro tiempo, de otro cuerpo. Si hasta ella, a veces, busca ese mantel que había bordado una tía y que ya le dijeron mil veces que terminó en la basura hace como ¿veinte años? Veinte años. Estos hijos suyos todo lo miden en veinte años. Lo dicen así a la ligera, como si diera lo mismo veinte años más, veinte años menos.
Cuando terminen todos de comen les va a preguntar de nuevo por la bicicleta. Y que no le vengan con que ya está grande para dar por la calle, que una nunca es demasiado grande para eso. Una nunca es demasiado grande para contar historias, para comer asado los domingos, para tener una casa con macetas y gatos, para gritarle a los hijos, para irse en bicicleta un día en que toda la calle, todo el aire, todo el cielo esté tapado de florcitas celestes de jacarandá.




Noviembre 2010.
Bajo consigna en el taller de Pedro Mairal

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Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...