viernes, 12 de agosto de 2011

En qué lugar de un libro te gustaría vivir

Lecturas ::
Literatitudes
11-08-2011 |
Tomado del blog de Eterna cadencia Editora.

Les preguntamos a cinco escritores a dónde los llevan sus instintos escapistas de lectura y algunos fueron demasiado lejos.

Por Florencia Parodi.


Se le puede dar varias vueltas, pero nuestro aparato de lectura tiene denominadores comunes, y una vez adentro del texto se dispara solo, se pone en movimiento, como cuando lleva al lector –más literal que literariamente– al lugar en donde transcurre la historia. Además de leer para hacernos la cabeza, como se dijo mal y pronto hablando del amor que nos despiertan algunos personajes literarios, también leemos para retirarnos del espacio en el que estamos plantados, hacia algún otro.

Estos viajes de la lectura a menudo son provocados por los viajes del narrador, cuando éste es del tipo representado, según Walter Benjamin, por el viejo marino mercante: «Cuando alguien realiza un viaje, puede contar algo, reza el dicho popular, imaginando al narrador como alguien que viene de lejos. Pero con no menos placer se escucha al que honestamente se ganó su sustento sin abandonar la tierra de origen, y conoce sus tradiciones e historias. Si queremos que estos grupos se nos hagan presentes a través de sus representantes arcaicos, diríase que uno está encarnado por el marino mercante y el otro por el campesino sedentario». Una posición geográfica bastante astuta, entonces, sería la que elige el ahora desenmascarado autor original de la pregunta “en qué lugar de un libro te gustaría vivir”, Juan Terranova:

—Me gustaría vivir en Moby Dick, pero no en el ballenero de Ahab, sino en el puerto, más precisamente en la taberna donde Ismael y Queequeg comen pescados guisados y arenques antes de embarcar. Podría ayudar al tabernero, limpiar las mesas, cocinar, usar un delantal blanco, escuchar y contar historias, y terminar el día tomando cerveza de barril. Leería la biblia protestante, la traducción de Lutero. Aprendería diferentes idiomas hablando con los marineros. Y nunca me subiría a un barco, estaría siempre ahí, en la rutina del puerto, comunicándome con el mundo a través de otros.

Terranova prefiere el punto en donde confluyen el marino mercante y el campesino sedentario: «la extensión real del dominio de la narración, en toda su amplitud histórica, no es concebible sin reconocer la íntima compenetración de ambos tipos arcaicos», sigue Benjamin. Y él narraría en carácter de tomador de cerveza de barril, que es una tradición en sí misma en el arte del cuento.

En algunos casos, las ganas de ir al lugar de un libro pasan por la diferencia con el espacio propio, el colmo de este deseo lo encarna Carlos Busqued, oriundo y narrador de geografías chaqueñas que, en tren de irse, se iría a otro planeta: «Uno de los primeros libros “de en serio” que leí fue Crónicas marcianas (a los diez años aprox.). Y de ahí me gustó mucho el cuento de cuando se declara la guerra atómica en la Tierra y todos los colonos vuelven, y hay un tipo que se queda y anda con su auto por las rutas y ciudades desiertas de Marte. Siempre lo envidié al protagonista de ese cuento, y es el día de hoy, mil años después de haberlo leído, que fantaseo seguido con andar en auto en un paisaje rojo desolado, salpicado cada tanto con isletas de urbanización despobladas.»

Pero no a todos les hace falta atravesar la atmósfera para encontrar paisajes que quisieran habitar. Leila Guerriero, cronista de Los suicidas del fin del mundo, que ha recorrido y escrito acerca de distintas geografías, tanto reales como literarias, se queda con el trópico:

—Si tuviera quince años, quisiera vivir en la casa anárquica y temible en la que vivían Los niños terribles, de Jean Cocteau, precisamente porque era anárquica y temible. Pero la recuerdo, también, un poco fría, así que me vendría mejor vivir en Port Mungo, el rincón muy olvidado y muy podrido y muy tropical donde vivía Jack, el protagonista de la novela del mismo nombre que escribió Patrick Mc Grath ¿Por qué? El trópico, y la eterna zozobra de los confines, me sientan bien.

Hay quien, en cambio, fantasea con un lugar por cierto parecido con el que uno más conoce y más quiere:

—Me gustaría pasar una temporada en los paisajes sureños de las historias de Flannery O’Connor –dice Selva Almada, autora de Una chica de provincia–. Holgazaneando en la humedad de los pantanos, cantando canciones de negros, tomando una cerveza a la vera del río, a la noche, mientras en el aire flotan calor, mosquitos y los ecos del sermón de un predicador evangelista. De algún modo, la geografía de sus cuentos me recuerda a Entre Ríos, aunque a falta de caimanes nosotros tengamos que conformarnos con el lagarto overo.

Otra ronda de cerveza para los lugares de los libros en donde dan ganas de estar. Antes que los lectores, la misma literatura se siente atraída hacia la selva, hacia planetas próximos, o barcos, o islas. Lugares con alguna dificultad de acceso como para que el espacio se clausure y pueda guardar sus secretos y sus historias, pero no absolutamente impenetrables: si los personajes pueden transitarlos y nosotros leer las descripciones, los hemos visitado y volveríamos, aunque sea por un día. Como Inés Acevedo, finalista por Una idea genial del premio Indio Rico 2008 de Autobiografía, que a fin de cuentas tiene la suerte de preferir su lugar real:

—Me gustaría vivir –¡sólo por un día!– en la isla de La invención de Morel… En esta novela lo extraño del lugar se transmite de un modo que te hace querer estar ahí. Producto de la literatura, pero no de un libro, es la película Rosalinda, de Matías Piñeiro, que transcurre en el Tigre, también me gustaría vivir allí un día. ¡Todo sólo por un día porque en realidad me gusta vivir donde vivo ahora!



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