miércoles, 31 de agosto de 2011

La fugitiva. Literatura nicaraguense

La fugitiva, por Sergio Ramírez

August 10th, 2011 → 2:03 pm @ elpuercoespín







BRUJA JOVEN:

Los coloretes, lo mismo que la enagua,

son para muchachitas viejas y canosas;

por eso monto desnuda sobre mi cabra,

firmes y tersas mis carnes apetitosas.

MATRONA:

Me atengo a la cortesía de mis modales

para no tener que reñir aquí contigo;

pero si de tu carne tan joven te vales

sabe que de los gusanos será abrigo.

«Sueño de la noche de Walpurgis»

Fausto, I

GOETHE

Los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos

perdido.

El tiempo recobrado

PROUST
La fiesta de los ángeles



Los restos mortales de Amanda Solano, exhuma­dos del Panteón Francés de San Joaquín en la Ciudad de México, donde murió el domingo 8 de julio de 1956, llegaron al Aeropuerto Internacional del Coco el viernes 16 de junio de 1961 a las 3.50 de la tarde, con retraso de una hora, a bordo de un avión carguero cuatrimotor DC-4 de la línea de bandera nacional Lacsa, consignados en el manifiesto número AA172-500, según consta en los archivos de la Dirección General de Aduanas corres­pondientes a ese año.

En el mismo manifiesto figuran mercaderías diver­sas con destino a almacenes y agencias comerciales de San José, Cartago y Alajuela, entre ellas fardos de textiles de diversa textura y color, llantas y neumáticos de caucho para camiones y tractores agrícolas, balas de sacos de yute para empacar café de exportación, barriles de urea y otros fertilizantes, bebidas espirituosas (tequila) en carto­nes de doce botellas c/u; rollos de alambre de púas de me­dio quintal c/u; bultos con muestras de medicamentos sin valor comercial; así como también sacos de lona conte­niendo latas de películas destinadas a los circuitos de exhi­bición, cajones de flores confeccionadas en tela y papel crepé y otras artesanías de cerámica, madera y latón, lo mismo que cajas de libros educativos y recreativos, y pa­quetes de revistas de modas y variedades.

De acuerdo a la crónica publicada en la tercera página del diario La Nación del día siguiente, suscrita por el reportero Romano Minguella Cortés, el ataúd co­lor borgoña, provisto de maniguetas metálicas, y adorna­do en la parte superior de la tapa con un crucifijo tam­bién metálico, llegó resguardado en un cajón de tablas de pino sin cepillar, y fue bajado por medio de un monta­cargas frente al hangar de los almacenes fiscales de la Aduana. Una vez descuadernado el cajón por medio de una barreta, y llenados y sellados los documentos de ri­gor por delegados de la propia Aduana y del Ministerio de Sanidad, el ataúd fue entregado al licenciado Fausto Bernazzi Sotela, secretario privado del presidente de la República, y conducido por miembros de la Guardia Ci­vil a la carroza fúnebre de la Funeraria Polini, un Che­vrolet Impala color blanco, modelo 1960, que aguardaba en la rampa.

A las 4.40 de la tarde, bajo una tenue llovizna, y mientras el cielo tendía a cerrarse, la carroza, seguida de una caravana formada por unos cuantos automóviles, se dirigió hacia San José, con destino a la capilla de las Áni­mas, situada en la avenida 10, lugar habitual de celebra­ción de los oficios fúnebres dada su conveniente cercanía con el conjunto de cementerios de la ciudad. Allí aguar­daba el acompañamiento presidido por la primera dama, Olga de Benedictis de Echandi, esposa del presidente Mario Echandi Jiménez (1958-1962), y el responso, que se inició a las 5.30, estuvo a cargo del párroco titu­lar, padre Cipriano Chacón Cornejo.

Minguella, único periodista presente en el aero­puerto a la llegada del cadáver, acompañó la caravana a bordo de su motocicleta y da noticia del funeral hasta su conclusión en el Cementerio General, así como de los asis­tentes al mismo, entre los que se cuentan familiares, anti­guas amigas y compañeras de colegio de Amanda, algunas con sus esposos, y unos cuantos escritores contemporá­neos suyos. No figura el nombre de Claudio Zamora Sola­no, su único hijo, que para entonces tenía veinte años de edad, ni el de Horacio Zamora Moss, desde hacía muchos años divorciado de ella.

El sepelio se realizó pasadas las seis de la tarde y fue apresurado, porque eran ya más amenazantes las señales de lluvia en medio de la creciente oscuridad, y la única foto­grafía que ilustra la crónica de La Nación, tomada por el propio Minguella, muestra un abigarrado conjunto de pa­raguas, congregados alrededor de la fosa abierta, sobre cuya seda brilla la garúa que empieza a nutrirse.

De todo eso ha pasado ya más de medio siglo, y mi última ronda de visitas y entrevistas para documentar esta novela termina precisamente aquí mismo en el Ce­menterio General donde, otra vez, como en 1961, el cie­lo vespertino es de lluvia, y traspongo el portón a res­guardo del paraguas que me han dado en préstamo en el hotel, para caminar a lo largo del callejón principal mien­tras cae una garúa muy parecida a la de entonces.

Me acompaña en la excursión Alfredo González, quien me ha guiado por no pocos de los laberintos de la vida de Amanda en todo este tiempo de mis indagaciones, devoto de ella como es, igual que otros jóvenes que for­man una especie de logia de admiradores suyos que bus­can y guardan datos, cartas, documentos relacionados con su vida, y fotografías, y mantienen una red en Facebook dedicada a ella. No son muchos, pero suficientes para con­vertirla en una escritora de culto, al punto que organizan también lecturas de su obra, y han hecho fabricar camise­tas con su efigie y otros souvenires.

El Cementerio General es el más extenso del con­junto, y se encuentra unido en el mismo rectángulo con el Cementerio Obrero, sin frontera visible entre ambos; hacia el este se halla el Cementerio Calvo, separado de los dos anteriores por el bullicioso Mercado de Mayoreo, que penetra en la ciudadela mortuoria como una impre­vista daga con todo y su tráfago constante de camiones, su vocerío, y sus olores a frutas y verduras que al final de la tarde comienzan a pudrirse en los cobertizos; el Ce­menterio Israelita ocupa la culata del Cementerio Calvo, hacia el sur, donde se abre una zona industrial, y por úl­timo, aparte pero cercano, está el pequeño Cementerio de Extranjeros, en un cuadro arbolado al otro lado de la avenida 10.

A primera vista el visitante tiene la impresión de hallarse en medio del depósito al aire libre de un marmo­lista lleno de encargos, con muchas piezas por entregar y otras tantas sometidas a reparación. Hay conjuntos com­pletos y estatuas enteras, pero también abundan los ros­tros sin nariz y los muñones por los que asoma un clavo herrumbrado que antes sostuvo una mano grácil, y faltan asimismo coronas en las cabezas de las vírgenes, resplan­dores en las cabezas de los santos, y alas, a veces una sola, en las espaldas de los ángeles.

También se ven obeliscos rodeados de verjas de fierro tras las que crece la hierba reverdecida por las llu­vias, y pesados promontorios funerarios de cal y canto que se alzan en el encierro de balaustradas de columnas rollizas, no pocas de ellas desportilladas; y en las lápidas de mármol, marcadas por la huella de herrumbre de los tarros de conserva usados como floreros, hay letras de bronce perdidas en los nombres, y fechas borradas, obra de vándalos, podría alegarse, pero los peores entre ellos, conocidos por su inclemencia, son Tiempo y Olvido.

Los ángeles en custodia de los sepulcros son mul­titud, para no decir legión. Lucen frondosas cabelleras, túnicas ceñidas por cordones terminados en borlas y san­dalias andariegas atadas por correas, y entre ellos hay unos que están riendo por lo bajo mientras pulsan toda suerte de instrumentos de cuerda: arpas, salterios, cítaras, vihuelas, laúdes, mandolinas, o elevan sus trompetas fes­tivas como si anunciaran más bien una celebración de carnes tolendas y no el juicio de la misericordia final, músicos de frío mármol que tocan en concierto desde los sitios donde se yerguen, y sólo se echa en falta a aquel de entre ellos que debería llevar la batuta de la orquesta.

Hay otros, sin embargo, que no se prestan a jol­gorios, y uno, de alas plegadas y aspecto muy hierático, mantiene un dedo en los labios pidiendo silencio, para recordar que éste es un lugar sagrado y no de músicas, aunque resulta muy patente que los demás no le hacen caso, pues si así fuera, qué tiempos la fiesta que se libra bajo el cielo de crecientes tinieblas habría terminado.

De entre los ángeles que no participan de la al­gazara, hay uno que tiene un mazo de llaves en la mano, y nadie puede aventurarse a suponer qué puertas abrirá con ellas, salvo que el visitante acepte sin más discusio­nes que son las del reino celestial, y no las pesadas puer­tas de plomo candente del reino del Contrario. Otro alza el brazo en ademán de sostener un farol, segura­mente para alumbrar el camino de las almas, pero falta el farol, y sólo queda en la mano de mármol, donde iba atornillado, el gesto de asir la argolla; y faltan dedos en esa mano.

Otro ayuda a un niño a despojarse de su envoltu­ra terrena, con la dulzura materna de quien lo prepara para la cama desabrochándole la ropa, sucia de tanto co­rreteo como tuvo en el día; y otro más vela el reposo de una doncella peinada de trenzas, acunándola en su rega­zo, la mano sobre su frente desnuda y seguramente fe­bril, y de cerca se notará la sonrisa apenas perceptible en los labios de ambos, ángel y doncella; en lo que al ángel respecta, bien parece que va a empezar a contarle un cuento de hadas para toda la eternidad.

Al avanzar hacia el sur por el callejón principal, atrae la vista un hermoso conjunto escultórico de tama­ño natural, asentado sobre un basamento de piedra de cantera. Se trata de una familia completa, perpetuada en mármol de Carrara. La madre agoniza en el lecho revuel­to, mientras una niña llora abatida escondiendo el rostro entre las sábanas que cubren a la moribunda, y otra, tam­bién de tierna edad, ora arrodillada en un reclinatorio.

El padre, desvalido, vestido de levitón, la barba pulcra­mente trasquilada y el sombrero de copa en una mano, como si la etiqueta no pudiera faltar de ninguna manera aun en esta hora del tránsito supremo, se apoya con la otra en el respaldo de una silla. Y todavía alcanzan en el conjunto el sacerdote revestido con sus ornamentos sa­grados, que prodiga la extremaunción a la madre, y el médico junto a la puerta invisible del aposento, impo­tente en su ciencia, el estetoscopio colgado al cuello, los dedos pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, la no­ble cabeza bañada de cagarrutas de golondrinas.

En este callejón principal abundan los temple­tes. Hay uno en el que despuntan sus torretas góticas, como la capilla de un colegio de monjas; otro de frontis romano, en la vena de la moda neoclásica, sus colum­nas estriadas que suenan a hueco; otro, con balaustra­das en el techo, que imita un palacete mediterráneo; aún otro, que parece la torre de una iglesia sembrada en el suelo por un terremoto, pero que conservó intacta su cúpula de media naranja; y todavía otro, más reciente, desnudo en sus planchas de granito, como la sede de un banco hipotecario.

No obstante, la ilusión de majestad queda rota en no pocos de ellos por sus escasas proporciones, lo que obliga al visitante a inclinarse un tanto para husmear tras los portones de rejas cerrados por cadenas de las que pen­den candados llenos de sarro, muestra de que los recintos son poco frecuentados. En uno y otro rincón de sus inte­riores descansan acaso una vieja escoba, un balde, una piocha, y el pavimento, donde sobresalen las argollas de las losas, está alfombrado de un amasijo de hojas muertas que el viento ha venido acumulando con perseverancia.

A medida que nos alejamos del primer patio y en­tramos al segundo, las soledades del dinero viejo se han acabado, y junto a una capilla de frontis dórico pueden verse túmulos forrados de azulejos, como piletas que in­vitan a tomar un baño, y de los que sobresalen unas cru­ces revestidas de los mismos ladrillos lustrosos, como para colgar en ellas la toalla; o capillas de bloques orna­mentales que tienen persianas de vidrio montadas en mol­duras de aluminio, y tanto se parecen esas capillas de am­biente doméstico a las casas construidas en serie en las numerosas nuevas urbanizaciones de San José, que sólo faltaría escuchar que llegan desde dentro las voces de una telenovela en el televisor encendido, y a alguien que se afana con los trastos de cocina. Son intrusiones que con­tribuyen a disipar los esplendores de la fiesta de los ánge­les del otro patio, pues aquí todo el mundo debe acomo­darse a como mejor puede, de acuerdo a las posibilidades de cada bolsillo; y si de escuchar el concierto se trata, ha­brán de conformarse con hacerlo de lejos.

Pero ahora nos acercamos al tercer patio, el sec­tor más lejano, y el límite final del cementerio, pues más allá del muro fronterizo, al otro lado de la calle, descue­llan las naves y torreones de una fábrica de aceite vege­tal, y antes de alzar la vista hacia las chimeneas de latón, uno siente en el aire el olor del aceite que hierve en las calderas.

A los nichos horadados en varias filas a lo largo del muro fronterizo, van a dar con sus huesos los menos afortunados, aquellos que llegan con premura y no dis­ponen de ningún terreno propio, y en la boca sellada de cada uno de estos nichos se muestran las inscripciones, unas en aplicada letra escolar, otras que chorrean anilina, y otras obligadas al equilibrio, encaramadas encima de una línea trazada con lápiz de carpintero.

De regreso al primer patio, Alfredo me lleva con paso seguro hacia el terreno donde fue enterrada Aman­da. Se trata del cuadro Dolores, 4.ª avenida, lote número 6, lado sur, línea 4, fosa 231. La losa, brillante como si acabaran de lavarla, está hecha de pequeños ladrillos de color gris jaspeado, pero no hay nada que la identifique, salvo una minúscula chapa de registro de la Junta de Pro­tección Social de San José con el número 729.

Esta mujer que aún deslumbra por su belleza en las fotografías sólo cambió de sepultura tras el rudo viaje en un avión de carga, mientras tanto su país natal apenas par­padeó con un algo de extrañeza y otro de indiferencia ante su regreso. Volvió para ser, otra vez como siempre, fugiti­va. La fugitiva que cinco años después de su muerte llegó desde una tumba sin nombre, marcada con un número, a otra tumba sin nombre, marcada con otro número.

Ahora quiero empezar a contar cómo fueron las cosas de su vida lo mejor que pueda, aunque ya se sabe lo difícil que se vuelve sustentar las certezas y dejarse de mentiras en este oficio del diablo.

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Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...