lunes, 20 de febrero de 2012

Mi vieja tiene la misma cara que en las fotos

El pata de lana


Por Soneus



Estoy sentado en una silla en la cocina de mi casa. Tengo siete años y mi mamá está arrodillada a mis pies, moviendo sus manos lentamente. Por la ventana veo a los chicos jugar al fútbol en el campito. Llegaron hace no más de diez minutos. Estoy ansioso, quiero salir a jugar ya. Apurate mamá -digo con la voz entrecortada por el llanto-. -Apurate!-. -Ya falta poco- responde. Mi vieja tiene la misma cara que en las fotos de aquella época. Tiene veintiocho años otra vez. Pero no es tan linda como en las fotos. Tiene la cara pixelada. Mi hermana llora en la cuna. Yo le pido que se apure, mi hermana llora cada vez más fuerte y del horno comienza a salir olor a quemado. Dale Ma! -vuelvo a apurar-. Bajo la vista, me falta la pierna izquierda de la rodilla para abajo. -Apurate che- insisto. Las lágrimas comienzan a surcar su rostro.

Quince minutos después termina de tejerme. Ya estoy listo para salir a divertirme. Antes de dejarme salir a jugar me pone tres o cuatro plomadas de 120grs, con forma lágrima, que hice la tarde anterior con una matriz que me regaló mi papá. Se pone un dedo en la boca y después me lo pasa por la cara para sacarme las lagañas. Tengo que evitar el contacto con el agua porque me cae pesada, me vuelvo lento y tardo mucho en recomponerme de sus efectos.

Tené cuidado por favor –dice desde la puerta, guardando las agujas en el bolsillo del delantal- no te vayas a enganchar. La miro, como miran los chicos a las madres. La miro poniendo cara de que todo va a estar bien. Cruzo la calle sin mirar, sin ver el Falcon azul que viene justo hacia mí. Lo veo recién cuando toca bocina. Está a menos de dos metros, un metro, nada. El chillido de las gomas.

- Pendejo mirá la calle cuando cruzas.
- No paso nada jefe.
- No pasó nada, no pasó nada. Sólo que casi te mato.
- Perdone –respondo- mientras corro hacia la canchita.
- Pendejo mal educado, escucho de fondo.

Como están jugando un loco, ni bien llego, Edgardo, que es justamente el loco en ese momento, corre sin decir nada y pasa a formar parte del círculo que ahora me tiene a mí como centro. Entonces corro yo, dentro del círculo, detrás de la Jalisco. Es una pelota profesional. La compramos con la plata que juntamos de la rifa y nos toca tenerla en casa un día a cada uno. Carlitos la tiene dos, porque vendió más de veinte números él solo. Es la misma que usaron en México hace pocos meses (sólo que acá se la conoció como Jalisco y no como Azteca, su nombre original). Cada vez que la pateamos somos el Diego. Todos somos el Diego por esas décimas de segundo que dura el contacto con la piel, o con la lana.

Yo a veces soy un poco infiel y pienso que soy el Chino Tapia.

Justo cuando logro salir del medio, cuando dejo de ser el loco y empiezo a disfrutar del juego, Martín ve que a lo lejos viene Lignacio en bicicleta. Viene a todo lo que da. Y viene directo hacía nosotros. Siempre que lo vemos venir salimos corriendo. Pero esta vez hay que correr más rápido, porque sabemos que esta vez no nos quiere a nosotros. Quiere la Jalisco. Todos corremos en direcciones distintas. Yo voy con la pelota, la llevo abrazada, pegada al pecho. No son más de 30 metros los que me separan de mi casa. Pero soy muy lento. Y él viene muy rápido. Vuelvo a cruzar la calle sin mirar. ¿Qué puede ser peor que perder la Jalisco?

Engancharse con el alambre. Eso puede ser peor.

Fue a la altura de la cintura, cuando doblaba la esquina. Cada metro que corro soy un poco más hilo, un poco menos persona. Al llegar a la puerta de casa lo tengo pisándome los talones, por decir algo. Soy mis brazos, mi cabeza y la Jalisco. Lo miro acercarse a la pelota desde el suelo. Desde las alturas me mira con su cara de sátiro, con su bigote de moco al estilo Hitler. Mira la Jalisco y se abalanza sobre ella. Cuando sus manos están sobre el tesoro mamá abre la puerta. No puedo recordar que fue lo que le grito. Pero Lignacio se esfumó al instante.

Entonces aparecen nuevamente los chicos. Mi vieja les da la pelota y les pide que la ayuden a juntarme.

No me ovillaron. Me juntaron haciendo una gran galleta y me pusieron en los brazos de mamá. Ella me llevó adentro, me puso en la mesa, frente a la ventana, para que pudiera ver a los chicos jugar y dijo:

- Te lo pedí por favor. ¿A vos te parece que tengo pocas cosas que hacer?

Y comenzó a tejerme nuevamente.





Publicado en Oblogo n° 25. Nov.2009. Del blog Soneus.

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