martes, 29 de enero de 2013

La invención de la cultura heterosexual


Perfil.com domingo
27/1/2013


Historia hetero
Enciclopedia de un tema tabú

Con La invención de la cultura heterosexual resurge el debate en torno a una problemática normativa, “normal” o mayoritaria. Por qué la reflexión sobre estudios de género y la identidad gay y lesbiana implicó que no se analizara la no naturaleza de la heterosexualidad. Una obra polémica y reveladora.

Por Luis Diego Fernández



Resistencias. Tres instituciones frenaron la cultura heterosexual: la moral caballeresca, la clerical y la médica (imagen: Pigmalión, de Paul Delvaux, 1933).

Louis-Georges Tin (Isla de Martinica, 1974) es profesor en la Escuela Normal Superior de París. Especialista en historia de la sexualidad, su obra no sólo se ha remitido a los trabajos de investigación académica sino a la defensa activa de los derechos humanos, la lucha contra la homofobia, transfobia y el racismo. La reciente edición de su ensayo La invención de la cultura heterosexual (Cuenco de Plata) es un hecho significativo.

¿Cuáles son las razones de la importancia de tal evento? Quizá son polivalentes, pero todas las tentativas son arriesgadas y abren puertas inéditas en este sentido.

La pregunta insólita que inaugura este texto se podría formular de esta manera: ¿cuándo comenzó la cultura heterosexual? Quizá la mera formulación de tal interrogante resulta extraño así como lógica su ausencia de referencias: ¿por qué pensar algo normativo, “normal” o mayoritario como problema? Lo que señala Tin es que debemos pensar la heterosexualidad como anomalía y, sobre todo, porque se la sometió y convirtió en una mera sumisión a la norma, cuando no siempre lo fue. Aunque resulte extraño, pocas cosas dañaron más a los heterosexuales que la heteronorma, vale decir, el imperativo heterosexista y la pareja hombre–mujer como figura estructurante del pacto social. En este sentido, lo que el autor realiza es una magnífica arqueología, en clave foucaultiana, de la cultura heterosexual, que deja en evidencia que al referirnos a “cultura” no estamos hablando estrictamente de “sexualidad” sino de artificio y la construcción de la identidad heterosexual.

Hay algo interesante que señala Tin: el haber reflexionado en las últimas décadas de modo tan sistemático sobre los estudios de género y la identidad gay y lesbiana implicó que su pensamiento (y de muchos otros) se corriera hacia la cuestión heterosexual, a la no naturaleza de la heterosexualidad. De modo que pensar el género, también, implicó, lógicamente, una reflexión inédita sobre la cultura heterosexual.

Hay una palabra clave en el texto: “homosocialidad”. Lo que Tin llama de esta forma hace referencia al vínculo entre hombres que imperó durante más de dieciséis siglos en Occidente (desde Grecia y Roma) y se mantuvo con vigor hasta el siglo XI en la Europa medieval. El gesto definitorio del pasaje de la homosocialidad (que no implicaba una connivencia carnal ni actos sexuales en todos los casos) hacia una cultura heterosexual, con la mujer incorporada a escena, tuvo grandes resistencias en la historia, que el autor desgrana con detalle. En este sentido, así como tenemos prácticas alimenticias (que se disparan del hambre) también asistimos a una cultura gastronómica (que culturiza y estetiza esa función fisiológica); en el plano de la heterosexualidad nos encontramos en la misma cuestión: una práctica heterosexual (un “instinto” de vincularnos sexualmente con el sexo opuesto) y una cultura heterosexual (no presente en todas las culturas y todas las épocas). Sobre este último punto, que hoy nos resulta “normal” y “naturalizado”, es que Tin opera su desmontaje.

Existen tres grandes resistencias a la imposición de la cultura heterosexual, y donde la homosocialidad marcó sus territorios: la resistencia caballeresca (la moral del héroe), aquí se critica lo “hétero”, es decir, la incorporación de la mujer; la resistencia clerical (la moral católica), aquí se critica lo “sexual” y se busca divinizar a la mujer; y, por último, la resistencia médica, aquí se critica el “amor” y se busca curar la enfermedad amorosa y enmarcar al heterosexual en el marco conyugal desapasionado.

Tin plantea la cultura heterosexual como un “dispositivo sociosexual” que comienza a gestarse en el siglo XII a través de la aparición del llamado “amor cortés”. En la ética del amor cortés y la trova provenzal aparece la adulación y adoración a la mujer por parte del caballero, a modo de conquista. Aquí se pueden ver los primeros síntomas de ese pasaje de la antigua cultura homosocial a la nueva cultura heterosexual, pero a la que se comienza a asistir, no sin fuertes oposiciones. El amor viril de caballeros y la exaltación de la virtus y valores masculinos (fortaleza física, coraje, valentía) se mantienen en el marco de la proeza, del mismo modo que la “heterosexualidad” sólo era reducida a un lugar accesorio y a su necesidad reproductiva de mantenimiento de la especie (como lo era en Grecia). La trova provenzal del amor cortés lo que hace es instalar una relación asimétrica entre hombre–mujer, donde la adulación en verdad oculta códigos, intereses y la evidencia de una regulación (castas, nobleza), donde el status celebrado de la mujer, no hace sino reafirmar el poder sobre ellas y la autoridad del hombre soberano al servicio del poder. De este modo, el amor cortés (heterosexual) y el amor de caballeros (homosocial) son funcionales en su desplazamiento de la mujer. Una obra como Tristán e Isolda ejemplifica a la perfección esta lógica nueva, y el surgimiento de la pareja hombre y mujer. Del mismo modo, los poetas petrarquistas (hasta el siglo XVI) colocan al amor como un tema central en su canto, algo nuevo hasta ese momento. Autores como Pierre Corneille y Jean Racine ya celebran el amor cortés de un modo notorio, algo que se extenderá en el teatro y luego en todos los medios de comunicación masivos y las producciones cinematográficas de Hollywood durante el siglo XX.

Sin embargo, la imposición de la cultura heterosexual, también tuvo una fuerte resistencia clerical. En el siglo XIII es la Iglesia la que ve en el auge del amor cortés una cuestión preocupante que produce malestar en los clérigos. La mujer misma es vista por la Iglesia como “problema” y su rechazo reposa en el desprecio a la sexualidad. La Iglesia veía como amenaza que la ética cortés impusiera el amor hacia la mujer como algo superior al amor a Dios (espiritual). La misma poesía cortés es colocada en la lista negra y estigmatizada como diabólica. Sin embargo, la autoridad eclesiástica comienza a ceder lentamentamente en el marco de la relación hombre –mujer, aceptando este vínculo estrictamente en el marco conyugal. El casamiento se convierte en sacramento en el IV Concilio de Letrán (1215). A partir de allí, la alabanza a la mujer se acepta siempre que se divinice. La poesía mariana, precisamente, expresa esa sublimación del amor a la virgen. Paralelamente, pensadores católicos capitales como San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, emprenden críticas durísimas hacia la sodomía. En sólo un siglo se pasa de la relativa indiferencia hacia el acto sodomita a la condena en la hoguera de aquellos practicantes. Lo mismo se hace patente con el desprecio al vínculo entre mujeres al que se califica como “bestialismo”.

El triunfo de la “cultura heterosexual” se consolida hacia el siglo XVII, donde el culto al amor cortés se torna norma. A pesar de ello, es otra resistencia, en este caso médica, la que plantea su objeción. Desde Ovidio, que planteaba que el amor era una enfermedad o manía (remedia amoris) hasta el Renacimiento, se mantiene la idea del amor como patología. En los siglos XVI y XVII se puede encontrar obras tales como El antídoto del amor de Jean Aubery o De la enfermedad del amor o la melancolía erótica de Jacques Ferrand. En estos textos se compara al amor con el alcoholismo (ambos implican la sumisión o claudicación del espíritu). La enfermedad del amor depositará su dolor en un órgano que da cuenta del síntoma: el hígado. El amor duele en el hígado, señalan. Y es una enfermedad más proclive en jóvenes, mujeres, sanguíneos y biliosos (melancólicos), así como en temporadas cálidas (primavera o verano). Asimismo, los habitantes de tierras nórdicas son menos expuestos al riesgo del innamoramiento que los latinos. Efectivamente, el amor es una enfermedad del calor, como la fiebre uterina (histeria femenina).

La locura del amor también será pensada en el siglo XX por la psiquiatría y el psicoanálisis. En De la erotomanía (1902), es A.E Portemer quién plantea que el culto a la mujer (amor) es una enfermedad, que el arte ayudó a propagar, de allí que muchos artistas sean erotómanos, grafómanos y onanistas. En este marco es que aparece la palabra “heterosexualidad”, en 1893, por parte de Charles Hughes, para describir la “pasión mórbida por el sexo opuesto”. Por su parte, Sigmund Freud en Tres ensayos sobre la teoría sexual (1905) así como en Neurosis, psicosis y perversión (1922), ya plantea su tesis de la bisexualidad de origen, vale decir, el niño es un perverso polimorfo (bisexual), y por lo tanto, la heterosexualidad y la homosexualidad serán producto de efectos de la crianza, culturización, ambiente, vínculos filiales, etc.

¿La heterosexualidad como patología? Así lo fue a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Hétero y homo eran atracciones enfermizas por el sexo opuesto o el mismo sexo, y “normal” eran las prácticas autónomas, donde no se hacía de la sexualidad una exaltación sino una reducción al mero casamiento y engendramiento de hijos. El amor, en este sentido, fue el opio de las mujeres (aceptar la sumisión voluntaria). En este punto, las ideas de Tin complementan la filosofía que Michel Foucault planteó en la Historia de la sexualidad (1976-1984): la medicina crea dos figuras a partir de fines del siglo XIX: el homosexual y el heterosexual. Lo curioso es que el imperativo de las prácticas homosociales del pasado (caballeros, clérigos) advertían que el contacto de los hombres con las mujeres los volverían afeminados o libertinos, y éstas serían las características de un heterosexual. Sí, un heterosexual sería afeminado y libertino, y efectivamente, esa figura mantuvo en diferentes registros los atributos marcados (desde el dandi al playboy, desde el putañero al polígamo). Paradójicamente, luego esos signos se atribuyeron peyorativamente al homosexual (femenino y promiscuo) para estigmatizarlo e injuriarlo.

Louis-Georges Tin realiza una tarea inédita y destacable: desmontar la naturaleza heterosexual y mostrarnos las costuras de fábrica. Algo que vimos también en la mutilación, ocultación y deformación de textos literarios como los Sonetos de William Shakespeare o Las flores del mal de Charles Baudelaire (también titulado Las lesbianas). El aporte de los estudios del feminismo y los queer studies a partir de la década del ochenta en los Estados Unidos ponen el foco en el concepto de “heteronorma”, y aquí lo más interesante del aporte Tin: la heteronorma no sólo fue opresora para los homosexuales, sino también para los heterosexuales. La heteronorma presiona y oprime con más dureza a los heterosexuales solteros, sin pareja, los divorciados, viudos o quienes eligieron voluntariamente la soledad. Será la propia norma heterosexual (construida) la que discrimine a los heterosexuales. La hipótesis de Tin reside en que el fin de la heteronorma implicará la posibilidad de pensar otra forma de heterosexualidad. De este modo, pensar la homosexualidad implica también pensar la posibilidad de una heterosexualidad antinormalizada, donde se busque al sexo opuesto por el mero placer de hacerlo (tomando de inspiración incluso prácticas de la cultura homosexual).

La heterosexualidad, de esta forma, es un tema huérfano, señala Louis-Georges Tin. El proyecto que el autor comenzó en este libro promete una continuidad que dará forma con dos tomos más. De esta manera, podemos ver la tarea de Tin como una Historia de la heterosexualidad así como fue la de Michel Foucault (también en tres tomos) una Historia de la sexualidad. En momentos donde la homosocialidad ha quedado reducida a ciertos ambientes donde se excluye a la mujer, pero donde se agravia hipócritamente a la homosexualidad (los deportes, por ejemplo), la pregunta que deberíamos formularnos es: ¿por qué hablamos tan poco de heterosexualidad? La respuesta reside en pensar la posibilidad de una cultura heterosexual ni normal ni normada, sino que sólo se rija por la simple atracción sexual hacia personas del sexo opuesto.



Shakespeare y Baudelaire, dos casos

En 1998 Louis-Georges Tin redactó un manual de literatura para un editor reconocido. En este manual, el autor recordó que el título alternativo de Las flores del mal de Charles Baudelaire fue Las lesbianas, e incluso algunos poemas sáficos fueron condenados en 1857. No es un caso aislado: la pasión por “heterosexualizar” escritores y escritos fue una actitud habitual y un procedimiento no insular. Prácticas de ocultación, mutilación, falsificación e interpretación forzada de textos son evidentes en casos testigo como los Sonetos de William Shakespeare. Publicados en 1609, los 126 primeros poemas amorosos de la obra están dirigidos a un joven, mientras que los 24 siguientes están dedicados a una misteriosa Dark Lady. En 1640, John Benson hace circular una edición en la que transformaba los he y los his por she y her. Este travestismo escriturario, da cuenta de un autor (un individuo llamado William Shakespeare) posiblemente bisexual, y que resultaba inadmisible para aquellos tiempos.

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