miércoles, 7 de agosto de 2013

Un hondo deseo de abandonarlas

Éxodos escolares


Hablar de éxodo en momentos de pleno auge de la inclusión como palabra mágica y operatoria estatal en el campo de la educación y de las políticas públicas es un contra-propósito. Y es eso un poco lo que pretendo. Un propósito contra, que más que remitir a un adversario, despliega un modo de pensar pedagógico en los escombros de la escuela moderna. Una tarea de desprendimiento del optimismo exultante que administra la institución educativa. Un ensayo de política de conocimiento antinormativa, que toma partido por los sujetos y objetos menospreciados, que establece relaciones impertinentes, que considera el juego ambivalente en la constitución de la experiencia, entre otros asuntos. La sustracción tiene mala prensa en educación y en política, siempre hay que sumar… aunque la adición ha sido motivo de múltiples violencias, subsunciones, impugnaciones y negaciones de diferencias.

Hablar de éxodos es hablar de la salida cuando se festeja la entrada. Porque en esa salida hay algo que nos exige pensar sobre la entrada. ¿Qué éxodos (des)pueblan hoy la escuela? Preguntarse por los éxodos escolares es atreverse al gesto transversal de una interrogación que se ubica en las fisuras de los discursos liberales de los derechos, gobernados por conceptualizaciones jurídicas como discriminación, igualdad, inclusión, dignidad, respeto, que inundan el campo de la enunciación de las políticas oficiales lgtttb, que excluyen y retiran del campo de discusión los marcos sociales a partir de los cuales comprender cómo y dónde tienen lugar las representaciones. Supone detenernos a pensar los términos y condiciones escolares en que se proclama la inclusión, sin menoscabo de seguir denunciando las lógicas heteronormativas que dinamizan lo escolar y continuar demandando espacios de decibilidad y visibilidad para cuerpos, deseos e identidades abyectas. Porque no podemos perder de vista que los procesos de escolarización son procesos de disciplinamiento y gobierno de los cuerpos. Entonces, al mismo tiempo que se reconocen socialmente e ingresan a la escuela –aunque muchxs ya estábamos allí bajo la custodia del régimen de silencio- las identidades no heteronormativas como corolario de las luchas lgtttb por el acceso a la ciudadanía, acontecen ciertas huidas… de identidades colapsadas, de cuerpos que no toleran el malestar, de subjetividades que huyen de las categorías, de sentidos desfondados.

Todas las sociedades modernas han depositado en la educación la promesa de la realización igualitaria. Sin embargo, este presente nos encuentra con profundas transformaciones en los regímenes de poder que afectan directamente al conjunto de las instituciones disciplinarias. La escuela, en particular, ya no tiene el poder de subjetivación de antaño, desplazada por los medios de comunicación, sus dispositivos tecnológicos y el mercado. En el espacio escolar, nuevos diagnósticos como el ADD (Trastorno por déficit de atención con hiperactividad) se imponen casi sin resistencia, para disciplinar las infancias emergentes que cuestionan las estructuras escolares decimonónicas. El malestar de la infancia en la escuela se patologiza y medicaliza. ¿Qué nos dicen esxs niñxs que hacen estallar los modos normativos de lo escolar y lo pagan con sus cuerpos? ¿Cómo se articulan esos diagnósticos con las normas sexuales y de género?

Otro fenómeno que se acrecienta en las escuelas como síntoma del desasosiego son las ausencias, no sólo de niñxs y jóvenes –por más que la Asignación Universal por Hijo opera como política de retención-, sino de lxs propixs docentes. La ausencia reiterada de lxs maestrxs, que en general solicitan licencias, es cada vez más frecuente. En una proporción creciente, si lxs docentes pudieran elegir, no estarían en la escuela, manifestando a menudo un hondo deseo de abandonarlas. La escuela desvitaliza, y el exceso de malestar impulsa el deseo de fuga. No obstante, el problema del ausentismo docente es estrechamente pensado como un obstáculo en el funcionamiento institucional, como un déficit a corregir, por lo cual recibe soluciones de tipo administrativo, arbitrándose formas de regulación que afectan el salario, como por ejemplo el presentismo.

Algunxs investigadorxs[1] arriesgan la pregunta ¿qué hay en la huida? Y registran una intención: las ganas de no ir. Un gesto que habla de una afección y una forma de tramitación del aplastamiento escolar, la insoportabilidad de una situación y la fatiga creciente. El abandono del aula, en un sistema armado a partir de la retención de la presencia, de una presencia obligatoria, expresa el agotamiento de un modo tradicional de hacer y habitar la escuela. Una ausencia producida por otra ausencia, la de otras posibilidades que habiliten la permanencia en la institución. La huida es signo de la fatiga pero también de un movimiento de preservación, y supone un resto de vitalidad, que no encuentra aún los modos de reinventarse pero que pretende conservar la organización de un cuerpo sustrayéndolo del desgaste agobiante. El pasaje de la huida al éxodo no es un rehuir de lo político, sino que expresa una politización de la existencia, estableciendo una relación afirmativa con el propio malestar, introduciendo un giro subjetivo que fusiona lo personal con lo colectivo. Por eso, el éxodo como figura de la deserción es una forma de desobediencia frente al sistema, y sugiere la búsqueda de una opción posible. Su acción política consiste en una sustracción emprendedora, afirma Paolo Virno, porque rechaza una situación con la esperanza de gestar otra en otro lugar.

Pensemos entonces en una combinación: liguemos este malestar propio de una escuela agotada –y que agota- con el malestar que provoca la hostilidad por el silenciamiento ante la identificación como tortilleras, maricas, trans. Probemos imaginar cómo proponer la educación sexual con docentes que no quieren estar en la escuela. ¿Cómo trabajar en esa interferencia entre el derecho a la presencia de temáticas sobre cuerpos y sexualidades, y un deseo de ausencia del propio cuerpo en ese espacio?

Una política educativa que reformule los sentidos pedagógicos de la escolaridad y, por lo tanto, el estatuto de “verdad” ciudadana producido a partir de los prejuicios, las naturalizaciones y las estigmatizaciones culturales, se enciende con una lógica de la pregunta y de la sospecha antepuesta y contrapuesta a las lógicas de yuxtaposición y sustitución de contenidos. En este sentido, la “perspectiva de género” y la “diversidad sexual” terminan siendo –porque tal vez para eso se crearon- meros protocolos de lo políticamente correcto en la inclusión de cupos en los programas oficiales. Porque frente al autoritarismo institucional heteronormativo siempre disponible, tendrían que operar como una problematización política de la trama ideológica de construcción de los géneros, cuerpos y deseos, históricamente naturalizada.

La ausencia en los currículos escolares de los cuerpos, historias, y prácticas de mujeres, lesbianas, gays, travestis, trans, bisexuales, no puede suplirse con un reconocimiento “victimizante” de su presencia, porque de esta manera no llegan a perturbar el curso “normal” de los programas ni a desestabilizar el canon oficial. Por el contrario, acaban por mantener el lugar especial y problemático de las identidades “marcadas”. Ya lo decía Monique Wittig, constituir una diferencia y controlarla es un acto de poder ya que es un acto esencialmente normativo, pero hay que ser socialmente dominante para lograr presentar al otro como diferente. En la escuela actual, las identidades suelen circular como información, como sujetos preexistentes, despojadas de la carga experiencial de sufrimiento, violencia, goce y deseo, del sujeto que la encarna contingentemente. “Nos toca convivir con la diferencia”, “hay que respetar las diferencias”, “todos somos diferentes y hay que aceptarlo” (aunque algunos son más diferentes que todos), son varias de las fórmulas escolares que hoy pululan, y vienen a encapsular procesos de inteligibilidad social en el que están en juego nuestras vidas, empleando un lenguaje estandarizado que le quita historicidad y politicidad a la conformación de las identidades. El sujeto “víctimizado”, pieza de exhibición de la “diferencia” y de denuncia de la “intolerancia”, es ubicado como carente, deficitario, y constituido como ser necesitado antes que deseante. Porque el otro al que hay que proteger siempre es bueno mientras siga siendo una víctima.

Estas reflexiones no pretenden componer un tratado de la desesperanza, sino una oda a la problematización que ausculta la filigrana de prácticas que atraviesan los cuerpos, nuestros, de la educación. El éxodo de la institución escolar no supone la evasión de un pensar lo educativo. Es re-integrarle la conflictividad inmanente al campo de interrogación crítica sobre la relación entre cuerpo del saber y el saber del cuerpo, en las coordenadas de la enseñanza institucionalizada. Cuando eso que molesta se hace pregunta, cuando ya no es sólo malestar sino una condición que exige ser pensada, entonces estamos frente a una oportunidad. Los aplausos ante las declamaciones de la inclusión no pueden acallar la tenacidad murmurante de una sospecha que se vuelve interpelación del presente escolar y ocasión para la reinvención de la experiencia educativa contemporánea.

Abril 2013

[1] Escuelas en escena. Una experiencia de pensamiento colectivo. Silvia Duschatzky, Gabriela Farrán y Elina Aguirre. Paidos. 2010.



Tomado de http://escritoshereticos.blogspot.com.ar/

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