domingo, 6 de abril de 2014

Agarraditos del lugar como un árbol

Selección de Poemas de Crucero ecuatorial (1983) de Diana Bellessi

Tomado de
http://www.vendavalsur.com.ar/d_bellessi/2_obra/21_poe/cruc.htm#Crucero/tributo




I

Paso por un pueblo borrado de arena.
Un resplandor fogoso lo detiene.
Entro a un café desierto
con las ventanas levemente entornadas
y una mosca zumbando frente a los espejos.
La cerveza está helada y amarga.
Una mujer vestida de negro cruzó la calle,
la memoria,
como un relámpago oscuro su tarde de verano.



VII

Comimos pescado
y un racimo de mangos dulces, anaranjados.
Después apareció el muchacho esbelto
parecido a un novio que tuve a los diecisiete años.
Esa noche hicimos el amor,
mientras me hablaba de los calamares lentos
rosados
que nadan juntos
en la profundidad dorada del mar Caribe.
Allí nos hicimos el amor.
Era biólogo marino y temía,
me parece, perder dignidad, estatus.
Se escabulló del dormitorio temprano
y estaba frío después del desayuno. No quiso
fumar mariguana con nuestro amigo negro
que venía de Tanzania. Lo perdí alegremente,
sin nostalgias. Cuando cruzamos las salinas
yendo a Santa Marta desde Río Hacha,
y vi las espaldas, las cabezas envueltas
de los peones guajiros paleando sal a media mañana,
se me hizo un nudo en el pecho,
y en él guardé, como quien lo hace en un pañuelo,
la camiseta colorada del gigante negro,
los calamares flotando en la oscuridad dorada.




VIII

Nunca olvidaré a la Antonia
parada en medio del camino,
con su manta guajira negra
su silencio y aquella forma
en que me miraba.
En el pueblo de Uribia
con todos hablé, menos con ella,
a quien más deseaba.
Antes de partir hacia Cabo de la Vela
me dio por saludo, a mí,
pequeña vagabunda americana,
estas palabras:
—Yo no me saco mi manta.
No te la sacás Antonia,
me repetía, entre los barquinazos del camión,
las latas de gasolina, las cabras;
no te la sacás,
no te vas de tu tierra, ni de tu raza.



IX

Cuando me quedé sin plata y sin amigos
deambulando por la ciudad de Lima
fui a parar a un hotel de citas.
Esos con fachadas mugrientas
y piecitas oscuras
que parecen flotar en neblinas
de orín y diarios arrastrados por el viento.
Había gritos a veces, y jadeos.
Una tarde abrí la puerta
sobre un largo, angosto corredor,
y encontré colgando del picaporte
la bombachita raída
que alguna joven prostituta
abandonara.
La recuerdo,
vívidamente, como una cara.




XIII

Me acuerdo de los vecinos
en el barrio de Cerrillos
y aquella enorme perrada
que nos siguió una noche
a la casa donde nos dejara
el muchacho del Mir.


Ese que conocimos a través
de un curita
en una plaza de Santiago.
¿Estarán todos muertos?
¿Floridos estarán
los duraznos
jugosos, colorados
que llevábamos en una bolsa
de papel manila
y comíamos
mirando a los albañiles de Santiago?




XVI

Tuvimos la mala idea
de sentarnos a tomar café
en un jardincito detrás
del Banco Francés de Barranquillas.
Creyéndonos turistas norteamericanas
una pandilla de muchachos
nos asaltó a navaja.
Ahí nomás les explicamos
que a mal monte vas por leña,
y que ni plata ni esmeraldas.
Uno me miraba
el anillito de oro
desgastado en el índice
de mi mano derecha.
Le conté una historia de familia.
Le hablé de mi mamá,
costurera en un pueblito del sur
que se llamaba Zaballa,
y de mi viejo
sol a sol en los potreros.
Era febrero.


Me dijo que el carnaval curaba
de necesidad, de amores, de deseo, ¿pero
cómo gozarlo sin un peso?
Nos tomamos el café y el agua
y comimos los daditos de azúcar.
Al final nos invitaron
a hacer la “zafra” con ellos.
Lo que sacáramos iba a medias,
nosotras para seguir viaje,
ellos para chuparse
y bailar en los carnavales.

Les dijimos que no
y se despidieron mansos,
con un beso.




XVII

A la isla de San Andrés
llegué sin un peso, ni equipaje, ni poema.
Todo se llevaron
de la casa del loco que decía: El latín
se dividió en tres ramas,
amor, pasión y desesperación.
Pero tuve una gorra blanca de marinero,
y el vestido bordado
que Patricia, la del palomar en la colina,
la que enhebraba collares de mostacillas,
me regalara.
La quise tánto. A ella
y al pintor
que señalaba el mismo islote,
el cayo redondito sobre las aguas,
en un cielo amarillo, y extenso, y naranja.





XX

TIKAL

¿Sería un guerrero en desgracia,
exiliado entre los dioses
quien me hablara?

¿O sacerdotes del templo V
tras un humo leve
un rosario de hojas y de agua?

¿Sería la mujer,
atado de leña al hombro, murmurando:
—Yo soy tú,
en delicados jeroglifos ideográficos?

Lo que sé,
es que la ciudad hablaba.




XXI

En Costa Rica
había un viejísimo
y mísero flautista
que por su levedad
se deshacía en los umbrales.
Jamás hablaba
ni le hacía un gesto al mundo,
a nadie.
Un día le dije: Adiós Maestro,
y me miró,
y se sonrió en la calle.
Esa noche
soñé con magníficos
misteriosos instrumentos musicales.




XXV

En un lugar de la sierra
antes de llegar a Puerto Angel, Oaxaca,
pernocté tres días
en una cabaña
para tomar los hongos, los niños santos de la tierra.
Con mielcita me los daban.
Y al final de aquello,
viendo trajinar lentamente
a la gente de la aldea,
un caserío asentado en el valle
entre la vigilia y el sueño,
supe,
se me abrieron todos los misterios:

Hombres y mujeres trabajando,
agarraditos del lugar
como un árbol,
en los tiempos de fortuna, y en los tiempos malos.


¿Fue en Honduras, en el Salvador
en Guatemala?
¿Dónde compré aquella guitarra?
Era en una plaza. El viejo las hacía
enteras.
Clavijero de madera y encordada con alambre;
cómo tocaba.
Vuelvo a sacarte, con un rasguido popular,
imperfecta, sensiblera, mi guitarra.



Diana Bellessi <3

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Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...