viernes, 5 de enero de 2018

Mirá si no te va a pasar nada


Dice en feis Marcelo Carnero
22 min
El otro día escuchaba de lejos a un muchacho bastante reconocido, que pareciera que por descarte se dedicó a la literatura, decir que él no leía poesía, que la poesía no le interesaba, que le parecía una pérdida de tiempo o algo así. Parece un chiste triste, pero lo decía con jactancia, para un pequeño público de dos o tres mamotretos iguales a él, y se reía como si con la frase que acababa de pronunciar se recibiera de transgresor de algo. Pensemos en un tipo de unos cuarenta y pico de años, aunque las emociones no le hayan crecido más allá de los quince. Yo escuché a unos metros, en silencio, y me quedé pensando que no es moco de pavo que algún desprevenido de estos ande jactándose de que no lee poesía porque cree que es una pérdida de tiempo o lo que fuera. Lamentablemente lo que parece la estupidez de una sola persona, es una carga cultural que nos atraviesa. Como nos atraviesan otras tantas con las que después, para seguir transgrediendo y ser políticamente correctos, nos indignamos desde el living de casa. Me puse a pensar en todo esto porque ayer leí unos poemas de mi admirada Soledad Castresana y me acordé de este muchacho y pensé: un escritor que no lee poesía es como un pintor al que no le gustan los colores. Mentira. Lo que pensé es que alguien que escribe y no lee poesía es alguien que no puede sentir ninguna clase de deseo o erotismo por nada. Mirá si no te va a conmover Vallejo o Artaud o no te va a agarrar un terremoto cuando leas a Viel. Y si no te gustan esos tenés Zelarrayán, Lihn, Blanca Varela, Marosa, Char, Idea, Watanabe, Pizarnik, Muzzio, o no sé, millones de tantxs otrxs. Mirá si no te va a pasar nada cuando leas algo como esto:
La Virgen en el mercado
Adherida a la columna, una lámina
en papel satinado de la Virgen
con su raro disfraz de Guadalupe.
Quien imprimió esta imagen le agregó
un poco de su fe, de su alegría.
Los colores se alejan del gris santo,
alzan vuelo y se encienden y compiten
con las piñatas que cuelgan rabiosas
del techo del mercado en Coyoacán.
Y porque tal vez la acumulación
funciona en ciertos casos, le pusieron
un marco de un millón de rosas rojas
y un diluvio universal de purpurina.
Pero es curioso observar que nada
le ha cambiado en el gesto a la señora:
sigue quieta, los ojos hacia abajo
y las manos unidas sobre el pecho.
¡Qué poca vanidad!, me digo y miro
mi perfil de reojo en la vitrina
sucia de un puestito de tostadas.
Cualquier diosa, yo misma, si tuviera
tales brillos y flores, alzaría
la vista sonriendo. Aunque en el fondo
supiera que no soy más que otra mosca
sobre la carne cruda y las guayabas.
(Soledad Castresana)

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