domingo, 15 de abril de 2018

Dirígete a tu zona de Pausa más cercana

El Vivo, de Anna Starobinets

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Una pieza de culto en la que sin duda cuesta entrar, pero de la que resulta prácticamente imposible escapar.
Si en las más que brillante antología Una edad difícil —el primer disparo de Anna Starobinets, algo así como el cruce perfecto entre Dostoievski (y su paranoiaculpable) y Philip K. Dick (y su paranoia pop), que llegó a librerías españolas— las hormigas llenaban literalmente la cabeza de un niño introvertido y la convertían en su dulce hogar, en El Vivo, su primera novela, las termitas se convierten en espejo de lo que la vida en comunidad está haciéndole a los exactamente tres mil millones de humanos que componen El Vivo, un Ser Superior del que todos forman parte. ¿Y qué está haciéndole la vida en comunidad a las termitas y, por extensión, a los humanos? Oh, les está convirtiendo en piezas intercambiables. Les está condenando a ser esclavos de lo que fueron. Y obligándoles a morir, a detenersus vidas, a pasar «cinco segundos en la oscuridad» antes de volver a ser concebidos y ocupar su nuevo lugar en el mundo, que seguirá teniendo el mismo número de habitantes y seguirá funcionando como una macabra bomba de relojería en la que todo (la Reproducción, la Diversión, el Trabajo, todo) está bajo control. Para ser más exactos, todo está bajo el control de El Vivo, suerte de Gran Hermano cyberpunk que no está en ninguna parte pero es, sin embargo, omnipresente. Un monstruo originado por la que llaman Gran Reducción, la matanza que acabó con buena parte de los habitantes de la Tierra.
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Anna Starobinets, la Philip K. Dick rusa
Aunque no exista una Gran Termita Inmortal, la analogía con la sociedad subterránea que forman estos insectos funciona a la perfección, puesto que son incapaces de vivir aisladas, como pretende hacer creer El Vivo a suscomponentes. Estos, conscientes de que la Muerte puede ser definitiva, de que todo ese asunto de la reencarnación y la vida comunitaria ocupacuerpos no es más que una forma de controlarles, tratan a veces de burlar al Destino Autoimpuesto, aunque en todos los casos fracasan. Porque, a lo sumo, el día en el que cumples 60 años, te verás obligado a dirigirte a tu zona de Pausa más cercana, zona siempre situada en un recinto relacionado con algún otro tipo de actividad y capaz de considerarse a sí misma una suerte de Festival. Porque todo es evasión en El Vivo. La red social El Socio proporciona a los maniatados humanos todo aquello que desean, desde perros que cuidar hasta tipos con los que acostarse (siempre virtualmente hablando). Y en ese mundo, un niño de once años al que todos conocen como Cero desafía su Destino Autoimpuesto y trata de vivir al margen, consciente de que su muerte no implicará una nueva vida sino su desaparición, como la del resto que, sin embargo, prefieren seguir creyendo que van a volver a ser concebidos y van a poder leer las cartas que se habrán escrito a sí mismos para tratar de recuperar su vida y ponerse en contacto con sus seres queridos, ya en otros cuerpos, ya con otras vidas.
De estructura singular (la novela la conforman relatos en primera persona de los protagonistas e informes científicos) y ritmo trepidante, la primera novela de Anna Starobinets (Moscú, 1978) es una suerte de cyberfábula macabra (con guiños al1984 de George Orwell, como el encuentro entre dos de los protagonistas en un entorno decididamente boscoso, para conspirar contra el regimen) que afecta tanto al comunismo (y el post-comunismo) ruso como a la sociedad en red occidental, a la conciencia colectiva que destruye individuos y produce clones abandonados a un hedonismo vulgar, un hedonismo de centro comercial, dispuesto a destruir todo aquello que la Humanidad ha tardado tanto en conquistar: un yo propio, único. El aspecto incontrovertiblemente mesiánico de Cero (El Salvador) y el parecido de esa sociedad cubicular con la de la cinta de Terry Gilliam Doce monos, además de los muchos callejones sin salida (la desdichada y sangrienta historia del Hijo del Carnicero), hacen de la novela un extraño artefacto distópico destinado a convertirse en una pieza de culto. Una pieza de culto (fantástico-política) en la que sin duda cuesta entrar, pero de la que resulta prácticamente imposible escapar.

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Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...